Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
En la final de la Copa América, el pasado domingo 14 de julio, se perdió el partido contra la selección de Argentina y se produjeron unos hechos extremadamente vergonzosos para el país por cuenta de las acciones vandálicas de varios hinchas colombianos que intentaron entrar al lugar sin haber adquirido boletas. Causaron destrozos, se enfrentaron con la policía y provocaron un verdadero caos. Más tarde pudimos ver, en el nivel más alto del indecoroso incidente, al mismo presidente de la Federación Colombiana de Fútbol (FCF), Ramón Jesurún y a su hijo Ramón Jamil Jesurún, gritando, pateando y agrediendo al personal de seguridad del estadio. Pero el novelón no termino allí, después de que fueron detenidos, la FCF publicó un comunicado justificando los hechos, ciertamente delictivos, del directivo y su familia. De este modo, la FCF, en acto de solidaridad nacionalista, puso su sistema disciplinario al servicio de la exculpación de la responsabilidad de un padre de familia iracundo. ¡Qué indignidad!
Realmente fue penosa y vergonzosa toda esta situación, pero es importante plantear que lo que sucedió no es expresión de una actitud violenta por naturaleza de los colombianos, como lo dijeron muchos columnistas y políticos del autoproclamado gremio de “los buenos somos más”. Los seres humanos no somos violentos por naturaleza, y los colombianos tampoco lo somos. La violencia es el resultado de la configuración de las relaciones sociales y el poder, de ciertas condiciones y contextos que influyen en los comportamientos humanos.
Desafortunadamente, hemos vivido durante muchos años pensando que la violencia es la única vía para resolver los conflictos. Pero es aquí donde es necesario establecer una relación entre fenómenos como el vandalismo, la descivilización, la lumpenización y la educación.
La educación debe servir, entre otras cosas, para hacer que los individuos, determinados por su naturaleza —instintos, pasiones, deseos, anhelos y fantasías— puedan superar su condición de seres naturales y pasar así por un proceso formativo que les permita, como ciudadanos, participar en la creación de un orden estatal democrático, pacificado, en el cual puedan actuar de manera autónoma, y reconocer libremente las razones por las que se debe respetar a los demás, al derecho y la libertad de los otros.
El estudiante debe ser moldeado, cultivado, por medio de prácticas, disciplinas, artes que desarrollen su sensibilidad, emociones solidarias y empatía por los otros, de manera que pueda compartir con la sociedad humana un mundo común de sentimientos e ideales. En este sentido, ha sido afirmado por filósofos como Kant, Rousseau, Nussbaum y Honneth, que hay una relación sistemática entre educación y democracia. Por esto se requiere que haya una buena educación para todos los miembros de una comunidad política, pues si esta se consigue se podrá alcanzar un orden estatal democrático, igualitario y justo en la mayoría de los casos.
Entonces, cuando estamos frente a hechos de vandalismo, violencia o descivilización, no estamos ante colombianos, “violentos por naturaleza”, que nos producen pena ajena y vergüenza. Estamos frente al hecho y las consecuencias de la carencia de una “buena educación” para todos los ciudadanos y una adecuada integración en la sociedad. En Colombia no se ha podido articular la relación sistemática entre educación y democracia, porque este proyecto del liberalismo social no ha estado nunca en el interés de nuestros dirigentes políticos.
En nuestro país, ha sido ampliamente diagnosticado, que tenemos un sistema de apartheid educativo, en el que cada clase social estudia por aparte y los ricos reciben una educación de mejor calidad, lo cual determina que todos los jóvenes permanezcan en el estrato social en el que nacieron. Este apartheid educativo le cierra el paso a los jóvenes de los sectores más pobres para que desarrollen sus capacidades creativas, cognitivas, artísticas, deportivas y políticas, generando así inmovilidad social.
En el núcleo del proyecto de ley estatutaria de educación se planteó cómo articular la relación sistemática entre educación y democracia. El proyecto pretendía una transformación radical del sistema educativo imperante y se buscaba garantizar el acceso universal y equitativo a la educación, la gratuidad, la superación de las inequidades; promocionar la calidad educativa, fortalecer la participación de todos los actores en el proceso educativo. Pero esta propuesta fracasó tras hundirse en el Congreso por la oposición cerril y sectaria del Centro Democrático y sus aliados.
Y triunfó la visión economicista y neoliberal, que desde hace décadas ha concebido la educación en el marco de los estándares de un capitalismo académico, en el cual se piensa la enseñanza en función del desarrollo de capacidades aprovechables desde el punto de vista puramente económico. Para los defensores de esta visión, el fin de la educación debe ser exclusivamente contribuir a la generación del crecimiento económico, dejando de lado la distribución y la igualdad social, las condiciones educativas de la democracia, y aspectos centrales como la calidad de la vida de un ser humano, la salud y la educación.De este modo, se puede afirmar que cuando la relación sistemática entre educación y democracia no se puede desarrollar en una determinada sociedad aparecen entonces patologías sociales. La sociedad entra en la senda de la descivilización, en la cual se dan en los espacios públicos formas de furia descontrolada; el odio se expresa abiertamente; sentimientos peligrosos, fantasías de violencia e incluso el deseo de matar son expresados de manera frívola tanto por jóvenes desaforados como por dirigentes deportivos.