Llegamos cansados a la final: los jugadores, que llevaban un mes compitiendo cada cuatro días y terminaron enfriándose en el camerino a la espera del pitazo inicial; y nosotros, los hinchas, que hicimos una previa larguísima, ansiosos y rebosantes de optimismo, viviendo un carnaval que nunca llegó. Pasadas las once de la noche, el domingo se hizo yunque y la resaca sin fiesta se materializó.
La antesala del partido no pudo ser peor. Cientos o miles de personas –la mayoría colombianos o, al menos, con camiseta de la Selección– irrumpieron sin boleta en el estadio Hard Rock de Miami, se saltaron las rejas y hasta se metieron por los ductos de aire. Las autoridades gringas, que hacen eventos similares al día por docenas, sellaron alianza de incompetencia con la Conmebol, renunciaron a la logística y reinó el descontrol.
Afuera, las cámaras mostraban arrestos y amagues de estampidas, como si la gente intentara pasar la frontera ilegal del río Bravo y no el torniquete de un coliseo. Adentro, Maluma bailaba indiferente en un palco acompañado por el lateral Daniel Muñoz, una de las figuras del equipo y ausente obligado en la final. En mi relato fantástico, el codazo que le costó la roja ante Uruguay había sido el aleteo de la mariposa para llegar al título en medio de la épica. En la realidad, fue una herida abierta durante todo el partido y una de las variables de la derrota.
“A nosotros desde el vestuario y ya calentando nos avisan que se va a demorar media hora, creo que se demoró una hora, ¿no?… una hora y quince, imaginate” –dijo el técnico Néstor Lorenzo en la rueda de prensa–. “Desde el vestuario estábamos tratando de comunicarnos con los familiares, con los amigos, a ver si estaban en problemas o no. Enrareció un poco todo, fue caótico. Tratamos de mantener la calma del equipo, pero había una ansiedad, imaginate”.
El himno nacional en la voz de Karol G fue la banda sonora del desmadre que protagonizó la gallada colombiana y que retrasó el comienzo del juego. El show de medio tiempo de Shakira fue la capa de pintura de un espectáculo convertido en noticia de orden público; 25 largos minutos que le quitaron ritmo a la buena Selección del primer tiempo. Y los alaridos de Maluma, en fuego cruzado de insultos con los aficionados argentinos, fue el acto de clausura de la frustración criolla. La redundancia de nuestra farándula también pesó en la cancha.
En el frenesí anterior al partido, cuando cabalgábamos en la mística del fútbol arrollador de Colombia, asomaron en redes sociales las voces amargas para recordarnos que en realidad somos solo pan y circo, sobreactuados irremediables de aguardiente, machete y camiseta. Quienes esperábamos una refutación del destino –la vuelta olímpica y una fiesta en paz– tuvimos que doblar la bandera y masticar la tusa en la cama.
El lunes fue día cívico sin carro de bomberos. Los argentinos terminaron su noche burlándose en el camerino del reggaetón de Ryan Castro; los comentaristas deportivos amanecieron debatiendo si nos pasamos de rosca con el favoritismo, y ahora nos enteramos de que el Presidente de la Federación Colombiana de Fútbol fue arrestado por darse trompadas con un oficial en el estadio. Aterrizamos en la realidad sin anestesia.
La Selección Colombia salió a jugar con el saboteo de sus compatriotas a cuestas; con la negligencia de la Conmebol, que los puso a hacer una maratón de fútbol sobre parches de pasto natural y sintético, y en contra de la privilegiada Argentina, que estuvo de turista hasta antes de enfrentarnos; la campeona de América y del Mundo, que mostró charreteras y excelentes relaciones diplomáticas con la sala del VAR.
Aún así, el equipo colombiano llevó la definición hasta tiempo extra, cuando la contienda se había hecho larguísima para todos y una tanda de penaltis equivalía a una tortura. Honró su favoritismo, demostró una ética del esfuerzo y del trabajo colectivo, y compitió a pesar del ruido creciente que lo rodeaba. Hace menos de dos años vimos el Mundial por televisión maldiciendo no estar presentes; el domingo perdimos una final continental.
Pensé que ganábamos la Copa. Me parecía el desenlace inevitable de esta historia. Pero el fútbol son momentos, dicen, y el nuestro no funcionó. En la cancha, por desbalances deportivos que siempre están en las cuentas del juego; afuera, por la estridencia propia que jamás nos abandona. No son todos, pero siempre son suficientes. Fin de la temporada, mami. Apague la radio y olvide la tele.