A Petro, colombianos, colombianas y colombianes, le debemos mucho. Sin lugar a dudas, su llegada a la presidencia despertó esperanzas de cambio. Su elección demostró que por fin la democracia colombiana estaba madura para acoger una fuerza de izquierda en los máximos cargos del Estado y del gobierno.
Petro, con su agenda política, sacudió la modorra intelectual alrededor de la ortodoxia económica neoliberal que se impuso desde el Consenso de Washington en 1989, trayendo a Colombia nuevas ideas, en particular las que en mayo de este año se recogieron en Berlín en el Forum Nueva Economía donde expertos de distintos países propusieron una ruta enfocada en la creación de una prosperidad compartida y otras políticas orientadas a disminuir las desigualdades de ingresos y riqueza.
Además, el nuevo presidente puso como uno de los asuntos públicos más urgentes a resolver la desigualdad reinante en nuestra sociedad, la segunda más alta en el continente después de Brasil. Abogó por la defensa de la vida y la naturaleza, y propuso procesos orientados hacia economías amigables con el medio ambiente. Cuestionó la política antidrogas y planteó nuevos marcos de acción para la Fuerza Pública que revelaron su mejor cara cuando militares y Guardia Indígena trabajaron, con respeto y de la mano, para encontrar a cuatro niños perdidos en el Amazonas luego del accidente de la avioneta en la que viajaban, y lo lograron en una conmovedora y perseverante “Operación Esperanza”. En el Congreso, dos de sus ministros, entre los más dispuestos al diálogo y más hábiles en la construcción de mayorías legislativas, lograron la aprobación de las reformas tributaria y pensional, dos medidas con claro sello redistributivo que muestran la convicción de Petro de que el Estado, con sus políticas, puede mejorar las condiciones de vida de miles de colombianos y colombianas excluidos y marginados. En todos estos sentidos, su papel ha sido, sin lugar a dudas, renovador y democratizador, y da cuenta de la nueva mirada sobre un orden justo que orienta la acción política del gobierno.
Sin embargo, en otros aspectos, Petro deja mucho que desear en términos de sus credenciales democráticas.
La apelación al poder constituyente
En particular, su constante apelación a las propuestas de Antonio Negri desconocen las advertencias que sobre esta mirada han desarrollado otras pensadoras de izquierda –por ejemplo Mouffe o Fraser— quienes, a la vez que defienden esfuerzos orientados a la ampliación democrática y a la redistribución del poder y la riqueza, buscan proteger en ese mismo movimiento la existencia de condiciones que garanticen el pluralismo social, cultural y político, es decir las esferas públicas de debate no sujetas a la vigilancia militante o a órganos de inteligencia y coerción estatal.
Estas teóricas reconocen que la multitud en movimiento puede dar lugar a momentos deslumbrantes de una enorme solidaridad y transformación social, pero también albergan el potencial de culminar en el alumbramiento de los peores monstruos de la razón: linchamientos de enemigos; persecuciones; sectarismos, encarcelamientos masivos a nombre de un proyecto de transformación total, como ocurrió entre otras con la Revolución Cultural China o, de manera más cercana, en Nicaragua, un régimen que devora a sus propios hijos.
Por eso, frente a esos peligros, las posturas transformadoras post caída del muro de Berlín, advierten que la izquierda, en su voluntad de promover más igualdad, no puede arrasar con libertades caras a la tradición democrática-liberal, así como la derecha tampoco puede sacrificar la igualdad a nombre de una libertad que en últimas solo favorece a muy pocos. Al caer en cualquiera de esos extremos, las instituciones de la democracia naufragan y las naciones se embarcan en caminos autoritarios poco auspiciosos para una buena vida en común.
Y esto porque la participación, ya sea de la multitud, o de sectores o de movimientos sociales, aunque imprescindible, no es la única dimensión que alimenta los regímenes democráticos. Además de ella, es necesario garantizar las condiciones para que se constituya la representación política, una que ni se agota ni puede ser suplantada por la sola participación. La representación, a diferencia de la participación, se constituye en los escenarios partidistas, el Congreso, y el gobierno, y está sujeta a normas y diseños institucionales previamente acordados.
Esta combinación de participación y representación es indispensable porque la democracia surge y se sostiene sobre un precario equilibrio entre distintas tradiciones políticas en tensión: por un lado, la tradición liberal que protege y exige garantías para los derechos individuales y se hace adalid del pluralismo; y por el otro, las corrientes comunitaristas, ya sean marxistas o conservadoras, que ponen el énfasis en la cohesión social y cultural a través de la formación de una voluntad popular/nacional orientada hacia un horizonte histórico compartido. Ambas filiaciones, aunque irreconciliables entre sí, se necesitan mutuamente porque un liberalismo a ultranza puede llevar a la constitución de un orden basado en una sumatoria de individuos sin vínculos entre sí, atomizados y anómicos; y un comunitarismo, sin el reconocimiento de los derechos individuales y de espacios independientes de formación de la opinión ciudadana, puede culminar en situaciones donde un líder opta por vincularse directamente con “la comunidad”, el pueblo o la nación, anulando así la existencia de otras alternativas políticas y clausurando la discusión política.
Petro por momentos parece pensar que las fuerzas de la transformación residen sobre todo en la dimensión participativa e insiste en evocar al poder constituyente como fundamento de su gobierno. Además, cuando viaja de región a región, lo vemos buscando preparar la movilización de ese poder constituyente y repitiendo lo que en su momento Álvaro Uribe propuso como vínculo entre el centro y las regiones, el Estado y la ciudadanía: los consejos comunales, esos espacios que él inauguró para escuchar en vivo y en directo los reclamos ciudadanos y ofrecer soluciones, en ausencia de otros partidos e instancias de veeduría institucional. En últimas, esos escenarios buscaban fortalecer su caudal político y establecer su reputación como líder providencial cercano a la gente.
Pero sobre todo, el énfasis en el poder constituyente no tiene en cuenta que la democracia, además de esos momentos vibrantes de movilización social donde las certidumbres se suspenden y el futuro se abre a distintas posibilidades, no pueden ser la norma porque, para cumplir y llevar a buen término agendas de cambio, se requieren la búsqueda de consensos partidistas en instituciones como Congresos, Asambleas y Concejos; y una burocracia y gestión pública orientadas no solo por buenas intenciones sino también por criterios técnicos de eficiencia.
La relación con el periodismo
En cuanto a su relación con el periodismo, el Ejecutivo, en lugar de esforzarse por transformar los antagonismos en agonismo, alimenta una espiral de estridencias y odios que pueden tomar tracción y culminar en lugares no previstos, alimentando violencias que muchos, incluido él mismo, queremos superar.
En este punto cabe recordar que la democracia requiere, para mantenerse viva, de un pluralismo basado en el reconocimiento de los disensos y los conflictos. Más que cultivar la unanimidad, la democracia se funda en la existencia de condiciones que protejan y celebren las diferencias y propicien el juego libre de las contradicciones en el plano político. Sin embargo, las contradicciones pueden tomar tracción y desembocar, así sus protagonistas no lo quieran, en una confrontación violenta. Por eso, la fuerza dialéctica de los antagonismos requiere transformarse en agonismo, situación que emerge cuando los opuestos, en lugar de tratarse como enemigos, se reconocen como adversarios legítimos y propician escenarios de debate y conversación con un alto saldo pedagógico democrático.
Pero Petro, en lugar de alimentar el agonismo, nutre los antagonismos. Lo hace en particular cuando él, con sus trinos salpicados de etiquetas ofensivas y en ciertos casos generalizantes, responde a opiniones de periodistas que él considera injuriosas y no fundamentadas y que en algunos casos efectivamente lo son. El tono de sus réplicas, más que abrir conversaciones necesarias sobre la ética profesional y la incidencia de los grandes capitales en algunos de los medios de comunicación, hacen pensar en el “ojo por ojo” de la ley del Talión y en lecturas estructuralistas de clase que concluyen que un medio se convierte inexorablemente, siempre y en todo lugar, en un aparato ideológico de los intereses de sus dueños.
Dos problemas se dibujan en estas respuestas. El primero es que Petro en este momento no es un ciudadano de a pie. Por el contrario: ocupa un cargo que amplifica su voz de tal manera que sus opiniones son leídas por sus seguidores, seguramente los más radicales, como una autorización explícita para desatar todo tipo de insultos y amenazas en las redes, situación que paradójicamente él también sufrió cuando era un brillante senador de la república haciendo veeduría a los poderosos.
Sabemos que las palabras envenenadas pueden ser y en muchos casos se convierten efectivamente en el preludio de acciones violentas. Por eso, así Petro no esté animado por una motivación malintencionada y policiva, sus trinos pueden desatar efectos imprevistos que han prendido las alertas de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), órgano que luego de su visita a Colombia afirmó en su informe, que “se observa una hostilidad hacia la prensa desde vocerías oficiales a nivel nacional, departamental y local”.
En segundo lugar, la mirada estructuralista de los medios anula cualquier posibilidad de hacer una lectura histórica, situada, empíricamente fundamentada, que dé cuenta de los actores realmente existentes y su capacidad (o no) de agencia frente a los grandes intereses corporativos. El estructuralismo recurre a divisiones simples –medios populares vs. medios capitalistas— y deduce la labor profesional que ejercen los periodistas de quiénes son los dueños de los medios, sin verificar en realidad si lo uno se traduce inmediatamente en lo segundo. Este camino binario y esquemático no le permite captar la complejidad, variedad y resiliencia a los grandes intereses corporativos de algunas iniciativas comunicativas y de periodistas en Colombia.
Además de la infinidad y variedad de radios comunitarias y periódicos locales que se niegan a ser encasillados desde arriba en una militancia partidista u otra y que defienden su labor de comunicadores independientes, existe en Colombia toda una franja que hace periodismo de investigación y divulgación con gran altura de la cual nos podemos sentir orgullosos. Por solo nombrar uno, está el trabajo adelantado por los distintos medios aliados en La Liga contra el silencio que reclaman en su página, independencia “sin compromisos con poderes políticos y/o económicos” y que ha destapado con su labor arbitrariedades como la del “disparo que mató a Dilan Cruz” o se ha hecho merecedor este año del premio Gabo 2024 haciendo parte de un equipo de periodistas de distintos países de América Latina con su trabajo “El submundo de la Amazonía” en el que exponen con rigor los engranajes de crimen y corrupción que operan en esa región.
Contrasta esta vocación de ejercer el periodismo con independencia con la que inaugura Hollman Morris como gerente de RTVC y que se acompaña de la financiación pública de Vida, el periódico bajo el control directo de la Presidencia. En ambos casos se trata de órganos de comunicación que, sin rubor, se hacen explícitamente militantes y son pensados, esos sí, como aparatos ideológicos para conservar o ganar adeptos.
En conjunto estas iniciativas dejan el sabor de que el Presidente no gusta de la rendición de cuentas que viene con todo cargo de poder en una democracia. Dan la impresión de que él lee cualquier crítica o interrogación a su gobierno como una declaración de guerra en un campo de batalla constituido exclusivamente por amigos y enemigos, y por los sectores populares que él representa y los poderosos dueños de los medios y los periodistas bajo sus órdenes. En una discusión formulada en esos términos, pierde la ciudadanía y se debilita la democracia.
Petro y la construcción del relato nacional
Por último, quisiera referirme a algunos gestos del Presidente para ampliar la construcción del relato nacional. En distintas oportunidades, durante celebraciones oficiales en las que él funge como jefe de Estado, ha incluido objetos –un sombrero, una espada, una bandera— que buscan darle una presencia en la narrativa nacional al M-19, la fuerza guerrillera de la que él hizo parte y donde se formó políticamente.
En el campo de los trabajos de la memoria donde se sitúa la construcción de los relatos nacionales, se han establecido distintos caminos, entre los cuales sobresalen los llamados “oficiales”. En la vía oficial, círculos de poder usan distintos dispositivos que se encuentran bajo su órbita –censos, monumentos, fechas patrias, museos estatales, himnos y banderas—para inculcar historias nacionales por lo general imbuidas de heroísmos y gestas patrióticas. En estas fórmulas, la curaduría suele censurar o convenientemente olvidar los momentos menos gloriosos y hacer caso omiso de los lunares y las voces disidentes o subalternas.
Frente a estos caminos se han levantado otras propuestas que buscan recuperar relatos más complejos, plurales e incluyentes, unos que permiten desarrollar miradas críticas frente al pasado y servir como fundamento de memorias ejemplares, esas que permiten extraer lecciones de lo vivido y anuncian la posibilidad de futuros más emancipados. Esto implica escuchar e incluir las memorias de las voces censuradas de los relatos oficiales: mujeres, comunidades indígenas y afro, líderes populares, dirigencias e intelectualidad disidentes, y en el caso de conflictos armados, las de las víctimas. Justamente, esa escucha de la experiencia de las víctimas y de sus elaboraciones del pasado, es la que permite una interrogación a los monstruos de la razón, esos que justifican los daños infligidos invocando “necesidades históricas” para alcanzar sus metas.
Por eso, no se equivoca Helena Urán Bidegain, hija del Magistrado Carlos Horacio Urán asesinado por las FFMM en la masacre del Palacio de Justicia en 1985, escritora y consultora en justicia transicional y políticas de no repetición, cuando reclama que el recuento del papel del M-19 en la historia del país no se haga solo con base en el punto de vista glorificador del Presidente, sino que incluya otras miradas críticas. Sólo en esta escucha abierta a distintas voces es posible hacerse preguntas incómodas –¿fue la lucha armada en Colombia una fuerza democratizadora o por el contrario provocó el cierre de espacios y retardó la adopción de reformas de carácter incluyente?— y dar debates difíciles que en últimas forman una ciudadanía crítica capaz de asumir posturas lúcidas ante los desafíos del presente.
Unas reflexiones finales
En el trato que Petro da a la prensa, en su llamado al poder constituyente y en su insistencia en abrir el relato nacional a un M-19 impoluto, vislumbro gérmenes que pueden alimentar dinámicas conducentes a situaciones de antagonismos violentos, esos que llevan a los contrarios a temerse y odiarse hasta el punto de justificar arrasamientos mutuos.
Esto no supone que el presidente Petro sea o quiera provocar nuevas violencias de naturaleza política, pero sí enuncia una advertencia: en política, hay dinámicas que se desatan en campos donde se mueven múltiples actores con sus intereses, valores y sentidos de amenaza. Esas dinámicas, por la tracción que van acumulando los conflictos y la manera como maniobran y reaccionan los actores, pueden, así esa no sea la intención o la voluntad de sus protagonistas, culminar en lugares oscuros no previstos por sus gestores iniciales.
En ese sentido, la política tiene un lado trágico: sus protagonistas navegan con brújulas inciertas y puntos ciegos que no siempre permiten vislumbrar de antemano el puerto de llegada. Justamente, es el reconocimiento de esos puntos ciegos y de esas incertidumbres, y de la existencia de monstruos de la razón, lo que lleva a apreciar las miradas críticas, esas capaces de romper los embrujos que generan los círculos de adeptos.
Quizás en este punto sea pertinente recuperar a Gramsci, ese intelectual italiano capaz de reconocer que para derrotar al fascismo en su país era necesario tender puentes y articulaciones entre corrientes políticas de izquierda y otras liberales progresistas, constituyendo así alianzas antifascistas capaces de detener el monstruo. Su defensa de la hegemonía no sólo como coerción sino sobre todo como dirigencia significaba que entendía muy bien que la política no sólo se mueve por antagonismos de clase sino también por una cooperación interclasista. Esa cooperación emerge no sólo de cálculos estratégicos sino también del descubrimiento de que, por encima de las diferencias, se comparten unos valores y una ética política que otorga fuerza de futuro al esfuerzo. Es a este autor también a quien le debemos la idea de que los partidos deben ser fuerzas democráticas, tanto internamente, hacia sus propios militantes, como hacia afuera reconociendo la capacidad de agencia de todos los sectores, incluidos los populares. Por eso, según él, ninguna dirigencia política, por más iluminada que se sienta, tiene la potestad de imponer desde un centro un curso de acción política.
Sospecho, sin embargo, que entre los sectores más cercanos que rodean al Presidente hay quienes ven en la defensa del pluralismo, el agonismo y la autonomía de las esferas públicas y de la dimensión política, meros problemas de forma pero no de fondo, cuando en realidad la forma también tiene un fondo.
Me explico: puede haber quienes piensan que la victoria del proyecto de transformación social que representa Petro es lo único valioso, así en el camino se vayan cerrando espacios de discusión y caigamos en antagonismos que ahoguen la posibilidad de un trato solidario y amigable no solo con los propios –fácil de alcanzar—sino también con los contrarios. Para ellos, el proyecto es el fondo; el camino, la forma, una que se puede sacrificar porque es mero ropaje (algunos dirán burgués). Pero, y eso es lo que traté de argumentar, desde un punto de vista de convicciones democráticas, el camino es tan importante como el fondo. Si reconocemos los descalabros trágicos del siglo XX y las demencias institucionalizadas que prosperaron en una y otra orilla por las fuerzas autoritarias que se hicieron con el poder, sabemos que la búsqueda de la igualdad debe venir acompañada de un compromiso inquebrantable de proteger y garantizar las condiciones para la libre expresión de miradas críticas, y del pluralismo social y cultural. Solo así el futuro no será una variación de tragedias ya conocidas sino que inaugurará transformaciones de fondo en la manera cómo concebimos y ejercemos la acción política.