La primera orden de Gustavo Petro después de jurar como presidente el 7 de agosto fue que le llevaran la espada de Simón Bolívar a la tarima de su posesión presidencial. Hubo sorpresa y aplausos del público de la plaza, pero al principio la orden no se cumplió. Los guardias que custodiaban la espada habían recibido, horas antes, la instrucción contraria: por mandato del presidente saliente, Iván Duque, la espada se debía quedar en la Casa de Nariño. Los militares estaban inmóviles, sin saber a quién obedecer.
Entonces Petro recurrió a la persona en la que confía para que sus órdenes se hagan realidad. Llamó a la tarima a Laura Sarabia, su secretaria privada en la campaña y hoy la jefa de despacho de la Presidencia. “Ve tú, mira qué pasa”, le dijo en privado.
Sarabia caminó los 300 metros desde el Congreso hasta la Casa de Nariño. Encontró a los funcionarios más poderosos del Gobierno anterior —María Paula Correa y Víctor Muñoz— alrededor de la espada, como haciendo guardia. No cruzó palabras con ellos. Les habló directamente a los militares: “Hay que llevar la espada. Es orden del presidente de la República”.
Y los militares obedecieron. Escoltaron la espada en una calle de honor por la carrera Séptima. Sarabia los acompañó de cerca todo el trayecto, al costado derecho de la calle. Casi fuera de las cámaras que transmitían la posesión, pero siempre un par de pasos por delante de la espada. Solo se detuvo cuando llegaron a la plaza y el arma estuvo en la tarima. Su papel terminaba ahí, al borde del escenario, antes de los discursos.
En estos primeros meses de gobierno, su rol ha sido el mismo: gestionar los símbolos que imagina Petro y hacer que se cumplan. Como jefa del despacho de la Casa de Nariño, Sarabia es, en palabras de una fuente de la Casa de Nariño, “la única persona en el país, junto a Verónica Alcocer, a la que el presidente de verdad le contesta”.
Esto se extiende a los congresistas de la bancada de Gobierno e incluso a los ministros. Fue Sarabia la que llamó a la mayoría de ellos para informarles que iban a ser parte del gabinete, como a la de Minas, la de Trabajo y la de Salud. Solo algunos, como el canciller Álvaro Leyva, recibieron la llamada directa de Petro.
Pero el rol más importante de Sarabia es manejar la agenda del presidente. Lo asumió desde la campaña, a la que llegó como secretaria privada de Armando Benedetti. Durante 5 años fue la sombra del senador, y cuando este apostó por la campaña de Petro, ella pasó a coordinar con Benedetti la estrategia que llevó al candidato a llenar más de 100 plazas públicas en menos de cinco meses.
Tras la victoria, Petro nombró a Benedetti embajador en Caracas y mantuvo a Laura Sarabia como su secretaria privada. Ella tiene en sus manos el tiempo del presidente. Coordina a qué lugar va y a cuál no, con quién se reúne y quién queda para otro día. Administra quizá el mayor capital político que tiene Petro, un presidente que ganó las elecciones llenando plazas: su presencia. Su poder para reunir una multitud en torno suyo a donde quiera que va.
La línea directa con Petro
En la Casa de Nariño dicen que la cercanía al presidente se mide en metros. La oficina de Laura Sarabia es la única directamente conectada con la de Petro, por un corredor interno de unos 10 metros que da directo a la puerta blanca del despacho presidencial.
La de Sarabia es la misma oficina que ocupaba su antecesora, María Paula Correa, jefa de gabinete de Iván Duque. Es una habitación amplia, del tamaño de dos salones normales combinados, con acabados de madera tanto en el piso como en las paredes. La puerta que da a la oficina del presidente permanece abierta. Sarabia reacomodó algunos muebles, pero mantuvo la mesa en la que trabaja con vista al pasillo presidencial, como la tenía Correa.
“Estoy cerca, porque el presidente sale, entra”, dice.
Su lugar de trabajo es una mesa larga, con seis puestos; una especie de comedor por el que pasan durante el día ministros, congresistas, asesores, el jefe de Casa Militar, entre otros. Prefiere esa mesa al escritorio más formal que ubicó al fondo de la habitación. En las paredes hay dos cuadros que eligió de la galería presidencial cuando asumió el cargo. Son diametralmente distintos: un atardecer en un manglar y una pintura de patrones geométricos de Ómar Rayo.
Por la puerta al fondo de la habitación, la que no da a la oficina de Petro, aparece una secretaria de la jefa de despacho.
—Doctora, en la recepción tengo a la señora Betsy y a Martha Lucía Zamora —dice, y Laura contesta antes de que la secretaria termine de hablar.
—Martha Lucía Zamora tiene reunión con el presidente en el estrategia. Pero a Betsy dile que la reunión es cerrada y que ella no puede entrar.
Todos los lunes, Laura tiene una reunión con su equipo, el de comunicaciones, el de seguridad y la Casa Militar, encargada de los traslados del presidente, en la que define la agenda tentativa de las siguientes dos semanas. En esa reunión no está Petro, con quien ella comenta luego los itinerarios.
“Le escribo al presidente todos los días a las 6 de la mañana. Le hago un resumen de lo que ha pasado y le paso su agenda. Igual, el día anterior hacemos un repaso de lo que viene al día siguiente”, dice Sarabia.
Pero muchas veces la agenda no sale según lo esperado. El trabajo de Laura consiste, sobre todo, en reaccionar a esos imprevistos. El 2 de septiembre, por ejemplo, recibió el informe de que siete policías habían sido asesinados en el corregimiento de San Luis, en Huila. Ella y Petro estaban en Quindío, en un evento de empresarios de transportes de carga.
Cuando Petro bajó de la tarima en la que dio su discurso sobre transporte, Sarabia ya tenía listos los preparativos de aviones, helicópteros y esquemas de seguridad para ir a Huila. “Presidente, mi recomendación es que nos despleguemos al lugar”, le dijo, con un dejo de jerga militar. Y Petro aceptó.
Pasó de nuevo hace unas semanas, cuando la Policía se enfrentó con un grupo de indígenas en medio de una protesta en Bogotá. Desde Santander, donde estaban atendiendo la agenda ese día, Sarabia preparó todo para la visita al hospital donde estaban los policías heridos en las protestas.
Germán Gómez, el consejero de comunicaciones de la Presidencia, le escribió: “Laura, me preocupa que solo vayamos donde los policías”. Pero ella lo tenía previsto. “No, también vamos a ir donde los indígenas”, le respondió.
El poder de un presidente exige cierta ilusión de ubicuidad: que quien gobierna un país pueda estar en todos sus lugares al mismo tiempo. Y quien administra esa ilusión es la persona encargada de la agenda. Para las coyunturas que exigen la presencia de Petro, hay un chat entre Sarabia, Gómez, y el estratega español Antoni Gutiérrez, dedicado casi que exclusivamente a una pregunta: ¿dónde es más estratégico que esté el presidente en este momento?
Pero el sistema tiene sus fallas. La principal: la impuntualidad de Petro. William Castellanos, un excoronel de la Policía que lleva más de una década asesorando a Petro y que fue el encargado de su seguridad en la campaña, dice que al estar con Petro se aprende una suerte de sutileza para afrontar su manejo del tiempo.
“Al señor lo que uno no puede hacer es interrumpirlo. Cuando el tema es interesante no le importa pasarse del tiempo. Uno lo que hace es pasarle un papelito diciéndole que hay otro compromiso. A veces en la campaña tocaba llegar una o dos horas tarde, pero a él se le perdonaba todo porque la gente lo quería y lo esperaba”, dice.
Como presidente, sin embargo, no todo se perdona. En estos meses en el Gobierno Sarabia ha tenido que afrontar las críticas por las cancelaciones en la agenda: empezaron temprano, cuando en agosto Petro canceló la presentación de la cúpula militar 45 minutos antes de que comenzara.
Esa vez, en medio de la urgencia, las explicaciones se amontonaron: primero, que tenía una agenda esa tarde. Después, que estaba enfermo. Y, finalmente, que había dudas sobre uno de los nombres que iba a posesionar. Casos por el estilo se han repetido: en octubre Petro recibió críticas por su hora de llegada a la instalación del diálogo regional en Cali, seis horas después de iniciado, y por cancelar eventos como su discurso en el congreso colombiano de construcción.
Sarabia dice que algunos de esos no son incumplimientos. Que en Cali, por ejemplo, se anunció que Petro estaría a primera hora cuando estaba previsto que llegara más tarde. Y que en el caso del congreso de construcción la cancelación se dio una semana antes, pero los organizadores del evento mantuvieron a Petro en la convocatoria para atraer público.
“Nos sorprende, porque nunca la agenda de un presidente había tenido tanto foco. La agenda de Duque nunca se conocía. Muchos eventos están organizados en torno a la figura del presidente. Él tiene un capital con su presencia porque convoca. Pero en los diálogos regionales, por ejemplo, él no tiene que estar en todos. De pronto hemos fallado internamente en comunicar esa parte”, dice Laura.
Aunque agrega de inmediato: “Y también los medios han dado un poco de mal contexto”.
Sarabia, una hija de los cuarteles
Cuando se graduó de ciencias políticas, hace siete años, Laura Sarabia quiso ser militar. Fue una opción que estuvo presente toda su vida: su papá, Octavio Sarabia, es sargento mayor retirado de la Fuerza Aérea. Laura pasó su infancia entre compañeros hijos de militares en el Gimnasio de la Fuerza Aérea y visitas en vacaciones a la base a la que estuviera asignado Octavio en ese momento.
Así conoció Tres Esquinas, en Caquetá, una base de la Fuerza Aérea al lado de un río que funcionaba, a la vez, como frontera de guerra: de un lado de la orilla, los militares, y del otro, la columna Teófilo Forero de las Farc. Laura tenía nueve años cuando la visitó, en una Semana Santa. La primera noche, mientras estaba en la cama, escuchó los disparos.
Se levantó de un salto y comenzó a correr. “Papá, se nos metieron”, gritó. Pero Octavio se rio y la tranquilizó: “Están haciendo polígono. El avión le dispara a la selva, a la madera”. Era una sesión de rutina del Fantasma, uno de los aviones de la Fuerza Aérea, que todas las noches sobrevolaba la zona y descargaba su munición en la zona cercana. Era un entrenamiento, pero también una advertencia para los enemigos al otro lado del río: aquí estamos.
Laura, su mamá y su hermano menor se quedaron toda la Semana Santa en la base. Al tercer día ella ya estaba acostumbrada y dormía tranquila mientras el Fantasma disparaba contra la selva.
Cuando salió del colegio, Laura quiso estudiar en la Universidad Externado o en la del Rosario, pero sus papás la convencieron de aprovechar el descuento que la Universidad Militar Nueva Granada le ofrecía por ser hija de militar.
—Ella tiene algo, y es que es muy noble. Hace caso —dice María del Rosario Torres, la mamá de Laura.
—Sí, ella es obediente a los papás —coincide Octavio.
Ambos están en la sala de la casa de su hija. Vinieron a visitar a su nieto de cuatro meses, Alejandro, el hijo de Laura y su esposo Andrés Parra. Son las 10 de la noche. Laura sigue en la Casa de Nariño y ellos se demoran conversando para esperarla. Octavio es el más entusiasta con las anécdotas.
—Ella me malacostumbró a ser la primera del salón —dice—. Y en chiste le reclamaba porque en décimo ocupó el segundo puesto. Entonces le decía: me estás bajando el rendimiento. Pero no era exigencia mía, era de ella. Ella se mide, se autoevalúa, se compite a ella misma.
Y también se frustra cuando siente que no gana en esa competencia. Cuando terminó sus prácticas en el Ministerio de Defensa —recomendada por su mamá, funcionaria de carrera de esa entidad—, Laura quiso ser funcionaria administrativa de la Fuerza Aérea. Pero la rechazaron. No le dijeron por qué no pasó, pero ella asume que pudo ser la prueba física.
—Lloraba —recuerda María del Rosario—. Y yo le decía: hija, yo he trabajado toda la vida con militares. Yo te conozco a ti, tú no tienes el temperamento. Pero ella insistía: sí lo tengo. Y hoy veo todo lo que hace y digo: esta hubiera sido muy buena militar.
Laura llega a su casa. Encuentra la reunión en su comedor y, un poco en broma, les pregunta a sus papás qué tanto han contado de su vida.
—La vez que te regañé —dice Octavio.
—Yo no fui, fue su papá —se exculpa María del Rosario.
—¿Y ustedes no trabajan mañana? —comenta Laura, sin dejar de sonreír.
La escuela Benedetti
Laura Sarabia tiene 28 años y el cargo de jefa de despacho es apenas su tercer empleo.
Después de graduarse como politóloga, fue voluntaria en el centro de pensamiento del Partido de La U, luego se vinculó como asesora paga a la presidencia del partido. Entonces conoció a Benedetti y, por una recomendación, se volvió su asesora.
Benedetti era presidente del Partido de La U, una de las fuerzas claves del gobierno de Juan Manuel Santos, y para ese momento llevaba más de 15 años en el Congreso. Tenía aliados, y enemigos, en todo el país.
Sebastián Díaz, ex asesor de comunicaciones de Benedetti y compañero de Laura durante más de tres años, cree que “el carácter de Laura se fue formando a medida que fue trabajando con Benedetti. Era como una especie de catalizador para él que la llevó a ser seria, mesurada”.
Su trabajo consistía en llevar la agenda del senador, pero también en estar preparada para asesorarlo en temas difíciles, como las investigaciones en su contra por Odebrecht, archivada este año por la Corte Suprema, y la investigación aún activa por presunto enriquecimiento ilícito.
Su consejo, muchas veces, era invitarlo a callar. “Él es una persona que escucha los criterios, aunque tendemos a tener criterios diferentes. Peleábamos un montón sobre todo por el manejo del Twitter y el ataque a la prensa. Le decía: no podemos decir esto, no podemos hacer esto. En eso chocábamos bastante. Igual, uno aconseja, pero la posición final siempre la van a tener ellos”, dice Sarabia.
Es un límite que se mantiene con Petro, quien como presidente se ha negado a ceder el manejo de su cuenta de Twitter, lo que le ha costado varias crisis de Gobierno.
Pese a sus diferencias, con el tiempo Laura adquirió algunas formas de Benedetti. Unas triviales —es bogotana, pero se acostumbró a usar expresiones “no joda”— y otras más trascendentales, como su habilidad para acercarse a sectores políticos. Esto lo ha aplicado en el gobierno para ser un puente con los partidos aliados de Petro.
“Laura ha sido muy receptiva, muy colaboradora. Siempre contesta y eso es muy importante”, dice Dilian Francisca Toro, presidenta del Partido de La U. Su opinión coincide con la del presidente Conservador, Carlos Trujillo, con quien Sarabia se ha reunido varias veces en su oficina para luego transmitirle información a Petro.
Laura tiene una tendencia a tener ojos en todos los lugares posibles, incluido el Congreso. Allí permanece alguien de su equipo, que le transmite mensajes que los congresistas, incluso de los de oposición, quieren hacerle llegar al presidente. Y también da alertas cuando el trámite de alguna reforma está en juego.
Crecer cerca de los militares y luego de un político como Benedetti la hizo consciente del poder de la información. Andrés Parra, esposo de Laura y que también fue asesor de Armando Benedetti, destaca eso de ella: “Es una persona a la que le gusta dar pasos seguros. No le gusta tirar monedas al aire a ver qué cae”.
El poder de los nombres
En alguna medida, Petro bautizó al hijo de Laura Sarabia. En enero, cuando comenzó la gira de plazas públicas con el candidato en un avión privado alquilado por Armando Benedetti, ella tenía un par de meses de embarazo. “Alejandro hizo toda la campaña. Viajó por toda Colombia. Cuando crezca le vamos a contar lo que vivió”, dice Andrés Parra, esposo de Laura.
La campaña paralela al embarazo le pesó en el cuerpo a Sarabia. El estrés le provocó diabetes gestacional y, aunque el embarazo nunca llegó a ser de alto riesgo, estuvo hospitalizada algunas veces.
Pese a eso nunca se desconectó de la campaña. La última semana, cuando ya bordeaba los nueve meses, coordinó los desplazamientos de Petro desde una cama en la clínica Country.
Y antes de eso estuvo en cada viaje que hacía Petro. Oficialmente, la agenda la llevaba Benedetti, pero era sobre todo en la línea política. Todo lo demás: citas, hoteles, llamadas, seguridad, datos claves para los discursos de Petro, pasaba por Laura.
También las conversaciones triviales en los trayectos: tres horas en un carro, dos horas en un avión o en un barco por el Magdalena. Fue ahí, sobre todo, donde ella se ganó la confianza de Petro, cuando aprendió a hablarle en su mismo lenguaje.
“Si uno sabe cómo es el señor, uno habla del campo que a él le gusta. Si el señor habla de no más contratos de exploración, uno le habla de eso. Si habla de fracking, lo mismo. A él no le gusta que uno no esté empapado. Y Laura estaba muy compenetrada con esos temas”, dice William Castellanos, que acompañó los viajes coordinando la seguridad.
En una de esas conversaciones en la campaña, Laura le pidió a Petro que le sugiriera un nombre para su hijo. Él propuso llamarlo Alejandro.
Justamente, ella y su esposo habían reducido la lista a dos nombres: Alejandro y Federico. Pero mientras avanzaba la campaña venían dudado del segundo, que coincidía con el del entonces principal rival de Petro: Federico Gutiérrez.
El consejo de Petro aceleró la decisión. “Lo hablamos esa noche. A ambos nos gustaba, entonces lo pusimos Alejandro. Queríamos un nombre con cierto poder desde la fonética, pero con una forma cariñosa de decirle. Alejandro puede ser un niño, pero también puede ser un adulto”, dice Andrés.
Laura es consciente del poder de los nombres. Tras las elecciones, en la reestructuración de la presidencia, rechazó el nombre de secretaria privada que estaba planteado en el borrador original para su cargo. “Se decidió cambiarlo porque mi cargo va mucho más allá de una secretaria privada”, le dijo Sarabia a La Silla en su momento.
Ella planteó el asunto del nombre de su puesto en una reunión con Petro, le pidió cambiarlo. El presidente se rio y le sugirió en broma: “Jefa del estado mayor”. El máximo título de los comandantes militares.
Al final, Laura escogió el nuevo nombre de su cargo. Uno que también tiene cierto poder desde la fonética: jefa de despacho.
“Todo el mundo me ve chiquita, me ve débil, pero sé defender mis posturas y mis principios”, dice Sarabia. Al preguntarle cuáles, los resume en dos: “La lealtad y que al presidente le vaya bien”.
En ese momento la interrumpe una cara que asoma por la puerta que lleva al pasillo presidencial. Laura la detecta sin siquiera verla y, antes de que termine de hablar, responde:
—Sí, ya voy a sacar al presidente.
Lleva aproximadamente una hora sin mirar hacia la puerta que conduce al despacho de Petro, pero una parte de su atención siempre está puesta allí: en la puerta blanca a la que solo ella puede acercarse.