Como un equipo rezagado en la tabla que por fin logra el empate, las huestes petristas deben sentir un cierto alivio con lo obtenido en la marcha del 1 de mayo: por lo menos no hicieron el oso.
La oposición les había demostrado semanas atrás que era capaz de jugar con finura en una cancha que no era la de ellos, poniendo a punta de mensajitos de Whatsapp un millón de personas en la calle.
Ahora, aprovechando las marchas tradicionales del Día del Trabajo y pelechando sobre los hombros de la organización sindical el gobierno también logró llenar la plaza de Bolívar, aunque su presencia en las demás ciudades fue menos que decorosa.
Lo cierto, sin embargo, es que no importa.
La calle no es el pueblo. Ni la gente, ni los electores, ni los ciudadanos. Lo que llamamos “la calle” es simplemente una muestra de activistas de su respectiva causa, poco representativa de la población en general.
Es cuestión de simples matemáticas. Somos 52 millones de colombianos, de los cuales unos 39 millones estamos habilitados para votar. En la democracia liberal colombiana estas son las personas quienes tienen la capacidad para elegir a sus representantes y, en el caso excepcional de la utilización de mecanismos de participación directa, de definir las políticas públicas que se sometan a su decisión.
Por eso movilizar en la calle a un millón de personas puede resultar emocionante desde el punto de vista estético, pero no es mucho más. Las tomas de los drones mostrando ríos de gente con pancartas agitando las respectivas causas son muchas veces impresionantes. Y a los políticos, nunca cortos de ego, les encanta echar discursos frente a las muchedumbres, sobre todo a aquellos que, como el actual presidente, se sienten la encarnación misma del pueblo irredento.
Pero al final del día, las marchas (y lo dice alguien que ha salido a marchar y que lo hará en el futuro si lo convocan) no significan nada.
Quizás en algún momento lo hicieron. Cuando Bogotá era una ciudad de 300.000 habitantes, llenar la plaza de Bolívar era una gran cosa. La marcha del silencio convocada por Gaitán en febrero de 1948, que atiborró el centro de la ciudad para protestar en contra de la violencia partidista, estremeció los cimientos del gobierno. Sacar a la calle a cien mil personas significaba movilizar prácticamente a todos los electores de la ciudad.
Esto no es el caso hoy en día. El llamado “estallido social” de 2021, sobre el cual el actual gobierno dice fundamentar su mandato, fue, en el mejor de los casos, una caótica asonada motivada por imprudentes decisiones gubernamentales, sumadas al desespero de una población encerrada y compungida por la mayor pandemia en un siglo.
No se debe confundir el vandalismo provocado por unos cuantos agitadores –que en ningún escenario superaban los miles– con el mandato popular. Quemar buses, bloquear carreteras y destruir vitrinas son actos intencionalmente disruptores, pero no tienen por qué ser representativos del sentimiento de la mayoría de la población.
La insatisfacción popular en una democracia se manifiesta no en las calles sino en las urnas. En 2022 Gustavo Petro ganó las elecciones por un 0.44% de los votos, lo cual no es propiamente un precepto para hacer la revolución. Recordemos que más colombianos votaron por los candidatos de la oposición en el actual congreso de la República que por el propio presidente. Por eso, alegar, como lo hace Petro, que el congreso bloquea el mandato popular es ridículo. Además, en la elección que vino después, la de autoridades regionales, al partido de gobierno le fue como a los perros en misa.
En cierta medida acudir a la calle para soportar decisiones políticas y, peor aún, para generar baipases institucionales es antidemocrático. Como ya dijimos, la movilización en la calle es falaz. Lo es porque los números son por definición insignificantes, así sean llamativos. No hemos visto ni veremos a veinte millones de colombianos salir a marchar. Pero así lo hicieran, los procesos democráticos están diseñados precisamente para procesar el sentimiento popular a través de mecanismos que garanticen la legitimidad de las decisiones. En democracia las formas son el contenido.
Como el gobierno plebiscitario es mecánicamente imposible si se es algo más grande que un cantón suizo, lo más acertado para medir el sentimiento popular es pararles bolas a las encuestas. Con todas sus deficiencias, las mediciones de opinión pública sí ofrecen una base científica para saber dónde están los intereses de la gente.
En estas a Petro le va mal. Su popularidad no supera el 35% y se concentra en la periferia del país. El presidente perdió a Bogotá, ese electorado sin dueño que le dio la victoria en 2022 y que se la quitó en 2023. En materia de políticas públicas la cosa es peor. La gente manifiesta estar en desacuerdo con casi todas, pero especialmente con la nefasta reforma a la salud y con el esperpento de la paz total. Más llamativo aún es el aumento, reiterado en casi todas las mediciones, de los jóvenes que se identifican con la derecha.
Ignorar las encuestas porque no dicen lo que se quiere y sustituirlas con gente en la calle es tan engañoso como los pueblos de Potemkin, aquellas edificaciones de cartón que el ministro de la Catalina la Grande le erigía a la emperatriz en su paso por la Crimea para demostrarle la prosperidad y alegría del reino.
Petro claramente prefiere timar y que lo timen. El problema será cuando se despoje completamente de las formas incómodas de la democracia liberal y asuma su camino autocrático haciéndonos creer –y haciéndose creer– que detrás de él marchan los millones de descamisados liberados, por la virtud del caudillo, de doscientos años de esclavitud y soledad.