Hace unos meses el periódico El País de España se preguntaba si era pertinente llamar a Vox, el partido de derecha dura español, una organización “ultra” y no hacer lo mismo con el partido de izquierda dura, Podemos. Hubiera sido fácil para el diario resolver el problema. Su manual de estilo establece que el adjetivo “ultra” aplica solo para la derecha “extrema” y para nada más, pero no se quedaron ahí.
La conclusión del defensor del lector era que resultaba pertinente llamar a Vox una organización de ultraderecha porque se trataba de un partido “que no era democrático”. Es, según uno de los periodistas consultados, “una formación cuyas posiciones políticas a menudo vulneran los confines que establece la propia constitución”, y, sobre todo, “pretende utilizar las vías democráticas [para conseguir sus fines políticos] e imponer su visión del mundo” sin ser realmente democrática.
En Colombia, donde hemos estado acostumbrados a una izquierda ultra que mata, secuestra y extorsiona el concepto de una izquierda ultra que no participe en actos explícitos de terrorismo puede sonar fuera de lugar. Al fin y al cabo, todo es relativo. Cuando el racero son las pescas milagrosas, el collar bomba, la coca y el reclutamiento de menores, una izquierda que no participe en estas prácticas criminales puede parecer bastante párvula.
De hecho, la regla durante décadas de la izquierda fue la combinación de formas de lucha como “característica de la lucha popular y de masas en Colombia”, según lo expresó Carlos Lozano Guillén en una semblanza de uno de sus mejores exponentes, el senador Manuel Cepeda. En eso Malcolm Deas fue siempre muy enfático. Además de marxistas, decía, las guerrillas colombianas eran sobre todo clausewitzianas por aquello de que veían la guerra como una extensión de la política, pero por otros medios.
Los procesos de paz de los noventa se contentaron con lograr la desmovilización de los combatientes y, con la teoría de que las causas de conflicto se debían al bloqueo del sistema por cuenta del bipartidismo frentenacionalista, se les abrió a las exguerrillas la puerta a la participación política. Nunca hubo una comisión de la verdad, ni un proceso de justicia que le permitiera al país conocer la extensión de los crímenes cometidos.
Además, una vez reincorporados, se asumía que se someterían al marco constitucional, lo que no dejaba de ser un acto de fe. Para el caso del M-19 las cosas fueron inclusive más favorables. Al proceso de paz con esta guerrilla iniciado a principios de 1989 se le atravesó el proceso constituyente de la Séptima Papeleta y de carambola acabaron participando en la redacción de una nueva carta, la cual nada tenía que vez con su desmovilización.
Hay que reconocer que la mayoría de los amnistiados cumplieron con sus compromisos. No solo dejaron las armas, sino que se ajustaron a la normatividad que antes habían combatido. Desde el congreso o desde el poder local demostraron que estaban dispuestos a jugar con las reglas democráticas. Asimismo, su escaso apoyo popular los obligó a moderar su discurso y a buscar alianzas con otros grupos de izquierda y de centroizquierda que no provenían de la insurgencia. El Polo Democrático Alternativo y el Partido Verde son ejemplos de lo anterior.
La estrategia probablemente sincera de surcar los causes de la temperancia política, así fuera con fuertes inclinaciones izquierdistas (Carlos Gaviria hubiera sido considerado un radical en términos de la socialdemocracia europea, por decir algo) funcionó bastante bien. La hegemonía política en Bogotá iniciada por Lucho Garzón les garantizó el dominio de la ciudad durante media generación.
Sin embargo, es importante recordar que no hay una izquierda sino muchas. Fuera de la izquierda terrorista y de sus facilitadores también hay ultras en el closet, forzados por las circunstancias a tener una relación heterosexual con la institucionalidad democrática. Petro fue uno de ellos. Yo fui testigo de su desagrado con las negociaciones de paz que se llevaban a cabo en los campamentos de Santo Domingo, Cauca, en 1990. Su desprecio por la constitución del 91 está claramente plasmado en su autobiografía. Y los sucesos de los últimos meses, confirman su molestia con las limitaciones que el marco de la democracia liberal le impone al poder presidencial.
En este sentido el petrismo es un movimiento ultraizquierdista en los mismos términos planteados por los periodistas de El País.
Despojado de los elementos moderadores por voluntad del mismo presidente –fue él quien sacó a Alejandro, Cecilia, Ocampo y González– en el gobierno solo quedan los fanáticos o los enchufados. El llamado a recurrir a los “vericuetos” y “menos a la forma y más al contenido” para impulsar su agenda política es la prueba reina de que el ordenamiento jurídico le importa un bledo. La vicepresidente, inclusive, ha ido más allá justificando su monumental incompetencia con la tesis de que la normatividad no es más que un invento de la oligarquía criolla para proteger sus privilegios.
La confirmación más patente del carácter ultra del presidente es, por supuesto, el galimatías armado alrededor de su propuesta constituyente. Si los extremistas son aquellos que usan los mecanismos democráticos para acceder al poder y luego imponer “su visión del mundo” pues eso es exactamente lo que está haciendo Petro. El cuento del “poder constituyente” como poder soberano reencarnado en la figura presidencial, que tiene la potestad de subvertir cualquier parámetro institucional, incluyendo la separación de poderes, debe ser uno de los inventos más enrevesados jamás surgidos en el derecho constitucional.
Algunos en la izquierda moderada ven con preocupación lo que está ocurriendo y sospechan que la radicalidad del régimen pone en peligro la continuidad del proyecto del cambio democrático. La táctica ultra de dividir entre buenos (los acólitos gubernamentales) y malos (todos los demás) es torpe porque… bueno, los unos son pocos y los demás, pues son muchos más.
Una prematura encuesta de preferencias presidenciales para 2026 confirmó que los candidatos de la izquierda petrista –o sea la ultraizquierda– no tienen sino una cuarta parte de la aceptación. Esto es suficiente para preocupar, pero insuficiente para ganar una elección. Si la izquierda moderada quiere seriamente disputar la presidencia debe alejarse del extremo y buscar alianzas con el centro político.
El actual puede que no sea el primer gobierno de izquierda de la historia colombiana, pero sí es el primero de ultraizquierda y, como van las cosas, lo más posible es que sea el último.