Como si fueran destellos de vida en otra galaxia, cada tanto llega a la indignación masiva algo que sucedió en el internet de los ‘streamers’. Nos enteramos de un ruido que produjeron y que los medios de comunicación explotan buscando una fracción de la atención que a esos extraterrestres les sobra: denuncias de abusos y estafas, peleas internas, intimidaciones y opiniones discriminatorias y abiertamente violentas. Y cada tanto, detrás de la prensa y de nosotros, aparece algún juez que intenta aplicar las leyes de la gravedad de nuestro planeta.
En pocas palabras, los ‘streamers’ son influenciadores que hacen largas transmisiones en vivo. El ‘streamer’ originario viene de los videojuegos, criado en la soledad de acumular horas frente a un computador, absorto de su entorno físico pero conectado con una comunidad de avatares. El ‘streamer’ fue alguna vez ese fanático que ahora recibe en su canal; ese fanático para quien la pantalla y los audífonos son la pausa de un mundo analógico precario y desigual.
Westcol es uno de esos ‘streamers’, pero no cualquiera. Estuvo en el top 3 de América Latina 2023 y bordea los cuatro millones de seguidores en redes sociales. Su nombre de pila es Luis Fernando Villa, tiene 23 años y nació en Medellín. El relato que vive y recrea como influenciador se resume en una publicación reciente en TikTok. Sentado en una camioneta negra con la puerta abierta, ataviado de collares y con un fajo de billetes, Westcol canta una canción de trap de Blessd (en cuyo video oficial él sale): “Luché por el sueño pa’que todo se dé / pa’que algún día se compre un Mercedes Benz / y llegue al barrio donde los parceritos y les diga / sí yo pude ustedes también mis socitos”.
Antes no tenía nada y ahora tiene todo. Pasó de transmitir sus aventuras en Minecraft a conversar con James Rodríguez, llenar el Movistar Arena para comentar peleas de boxeo entre creadores de contenido, y presidir un equipo de fútbol siete con el reguetonero Arcángel en la Kings League Américas –el formato espectáculo que se inventó Gerard Piqué para robarle audiencia a las ligas tradicionales–. Westcol habla de comprar una moto durante una transmisión como si tuviera antojo de pizza y parquea media docena de carros al frente de su casa. En cada uno de ellos sale a pasear con su novia, Aida Victoria Merlano, la hija de la excongresista condenada por compra de votos que protagonizó la célebre ‘Rappi-fuga’.
Según sus propias cuentas, en un mes Westcol llegó a facturar 500 millones de pesos entre monetizaciones de las plataformas, patrocinios y negocios como barberías y bares. Los influenciadores lo tienen cada vez más claro: los ‘likes’ y la acumulación de seguidores no sirven de nada si no se canjean por efectivo. En palabras de la académica norteamericana Emily Hund, que lleva años estudiando esta industria, “aquellos que aprenden a construir y explotar el lenguaje y la estética siempre cambiantes de la ‘autenticidad’ en línea poseen una influencia comercial, política e ideológica inmensa”.
La autenticidad de Westcol es la repetición de un molde común entre ‘streamers’ exitosos en Colombia, inmersos en la cultura popular y la farándula deportiva y musical. Allí las redes sociales juegan un papel fundamental, no sólo en términos económicos, sino también como vitrina de una narrativa cuidadosa de éxito forjado a pulso, de opulencia por merecimiento. “K’bron yo vengo del barrio, difícil fue mi viaje, ahora tengo dinero y no entienden mi lenguaje”, escribe Westcol en una publicación en Instagram de hace un año, parafraseando la letra de una canción de Arcángel con Bizarrap. Aparece sentado en el techo de su auto deportivo rojo. Al lado, al fondo, detrás y a lo largo de toda la calle, una fanaticada colapsa el tráfico para salir en la foto.
En la historia de supervivencia de personajes como Westcol, la violencia es a la vez un fantasma del que fue testigo en el pasado y un subtexto del presente. Es tema de conversación y banda sonora: el tiroteo que alguna vez vimos, el amigo que no vivió para contarlo, la bendición de una madre angustiada. De las anécdotas que comparten los parceros, las metáforas de los chistes y el lenguaje cargado de groserías, cada tanto se desprenden lances intimidatorios. Westcol fue noticia hace un mes, precisamente, por esto.
Después de haber sido acusado de ser un “maltratador de animales” por una publicación en redes sociales (que, según él explicaría después, era un meme y no una foto de su autoría), durante una de sus transmisiones Westcol llamó a un periodista que había cubierto el hecho. “Mucho cuidado, papi, hábleme claro, ¿usted por qué hizo eso?… ¿usted sí sabe de dónde vengo yo?”. Ante el “no” escueto del periodista, agregó: “Bueno, va a saberlo si no elimina ese titular”. En seguida, soltó una risa silenciosa y colgó la llamada.
Como explicó Circuito (un proyecto de Linterna Verde, organización que dirijo), este tipo de conductas están prohibidas por las plataformas. Según la política de discursos de odio de Kick, donde Westcol hace sus ‘streamings’, las amenazas de muerte o de daño a otros son sancionables, así sean en broma. Westcol, además, reveló en vivo el número de teléfono del periodista, lo cual ocasionó que éste recibiera mensajes intimidatorios poco después. Las normas de Kick prohíben “participar en ciberacoso o doxxing”.
Kick no entra en detalles alrededor de las sanciones que implican este tipo de comportamientos. Esa laxitud no es un defecto sino una función. Kick nació en 2023 para competir con Twitch, la plataforma en que el ‘streaming’ se consolidó y que Amazon compró hace diez años. A diferencia de Twitch, Kick ofrece reglas de monetización más favorables para los creadores y es menos estricto en la moderación de contenido polémico y semierótico. En abril del año pasado, con bombos y platillos y un contrato bajo el brazo, Westcol anunció que dejaba Twitch y se trasteaba a Kick.
Si el formato consiste en hablar en vivo sin libreto ni filtro, el riesgo del formato es cualquier cosa de la que se hable. Los ‘streamers’ comentan mientras juegan, toman cerveza y parlamentan con invitados, reciben llamadas impromptu de sus seguidores o reaccionan sobre la marcha a un evento en desarrollo. Los directos se convierten en el ocio extendido de las cosas que se escriben sin pensar en Twitter, con el agravante de que en las transmisiones la fanaticada celebra e incentiva en tiempo real las salidas más provocadoras del anfitrión.
A finales de 2022, Westcol generó una oleada de críticas en redes sociales por comentarios contra la población LGBTIQ+. “¿¡Ahora me van a criticar porque no quiero que mi hijo me salga trans?!… Ahora, si mi hijo me sale trans ya muy diferente cuál sería mi reacción. Obviamente mi reacción va a ser apoyarlo, ¡apoyarlo contra una pared y meterle un palo por el culo para que vea que eso no es bueno!”, dijo en una de las transmisiones, con su cachucha tradicional tapándole los ojos. En otra, en similares términos y a punta de insultos, aclaró que no era homofóbico, pero que si le traían a un ‘man’ de esos, “lo fulmino a balazos… ¿por qué yo tengo que aguantarme esa mierda?”.
Pocos meses después, pidió perdón por haber hecho un “chiste pesado” sobre algo que no entendía: “obviamente yo soy una persona que tras de que se volvió famosa de la nada, no mide sus palabras”. Sus palabras, sin embargo, ya las estaba midiendo un expediente de tutela que llegaría hasta la Corte Constitucional. En el fallo que se conoció el viernes, una sala de tres magistrados le ordena hablar en sus redes sociales sobre “los impactos negativos que tienen las publicaciones de discursos discriminatorios en la vida de las personas contra las que se dirigen”, y participar en un curso sobre derechos humanos de las personas LGBTIQ+.
La Corte Constitucional también le llama la atención a Youtube, propiedad de Google y donde se había publicado el contenido, por no haber tramitado oportunamente las quejas de los usuarios frente a los comentarios del ‘streamer’, que claramente violaban las normas comunitarias sobre discursos de odio. Para cuando la Corte estudió el caso, Youtube y Twitch ya habían eliminado el video que motivó la acción de tutela. Estuvo casi un año al aire.
Westcol nunca participó en el proceso ante los jueces y la Corte. El viernes dijo que no sabía nada sobre la decisión, que los medios hablan mucha “mierda” de él y que hace rato había “arreglado” eso pidiendo perdón. Ese video de excusas del año pasado oscila entre la contrición, la justificación y la irritación hacia la prensa: “Esto ni siquiera es un problema mío; esto es un problema de la sociedad y en este momento yo soy la cara del problema”.
La cara del problema es ahora él, como en otros momentos ha sido la La Liendra, Yeferson Cossio o La Tremenda. Influenciadores que participan en pirámides, que son acusados de plagio, que se pelean y amenazan entre sí, o que confiesan al aire un episodio de abuso sexual. Esta vez, con buen criterio pero a paso de tortuga, la Corte Constitucional puso entre alfileres el caso de Luis Fernando Villa. Tal vez parezca inútil, como el meme de quien trapea el mar o barre un charco de agua. Sin embargo, es un precedente. Un mensaje para la galaxia de los ‘streamers’, donde lo que acá interpretamos como ruido allá es código y práctica. No es un defecto sino una función.