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Cada vez es más frecuente escuchar referencias al fenómeno de la feminización de la migración. No obstante, esta mención no es del todo precisa, en tanto la mayoría de los migrantes internacionales siguen siendo hombres. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones, para mediados de 2020, de los 281 millones de migrantes internacionales, el 51.9% eran hombres y el 48.1% eran mujeres.
Desde la década del 60, las estadísticas mundiales muestran una relativa paridad en la migración de ambos sexos. Para esta época, el 47% de quienes emigraban eran mujeres, para los 90 lo eran el 48%, para la década del 2000 la cifra ascendía al 49% y, desde el 2013, retornó al 48%, según reportó el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas (Undesa, por su sigla en inglés) en 2013.
La distribución de hombres y mujeres inmigrantes presenta ligeras variaciones por regiones. Por ejemplo, mientras hay un mayor porcentaje de mujeres que han migrado a Norteamérica (51.8%), Europa (51.6%) y Oceanía (50.5%), el porcentaje es menor en América Latina y el Caribe (49.5%), África (47.1%) y Asia (41.8%).
De manera más clara, la feminización de la migración se refiere entonces al número significativo de mujeres que migran de manera independiente y que en algunos casos supera al número de hombres. Esta situación ocupa un lugar destacado en los informes, la literatura especializada, la comprensión y las respuestas institucionales a los flujos migratorios.
No se puede pasar por alto que el género es un factor relevante para analizar la movilidad humana. Impacta de manera transversal no solo las causas y consecuencias de la migración, sino que tiene efectos diferenciados tanto en el proceso de asentamiento como en el de retorno. Así mismo, incide en las oportunidades u obstáculos para acceder a servicios o al mercado laboral del lugar de acogida, entre otros.
Sobre las causas que han fomentado la migración internacional femenina, se destacan dos elementos. El primero corresponde a las dinámicas socioeconómicas cambiantes en las sociedades que emiten migrantes (ampliamente marcado por el aumento de la conflictividad al interior de los Estados) y, el segundo, se refiere al desarrollo económico y social que se ha producido en las sociedades receptoras.
Sobre el primero, se pone de manifiesto lo que se denominó “el proceso de la feminización de la supervivencia”. A partir de la década de los 80, los programas de ajuste estructural propuestos por instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para garantizar el pago de la deuda en el sur global, promovieron una reducción del tamaño del Estado mediante la privatización y la liberalización de los mercados. De esta manera se limitaron los recursos para la educación y la salud, rubros que fueron reemplazados por modelos de pago. Como consecuencia, aumentó el desempleo y la pobreza, y se generaron circuitos alternativos de supervivencia a la sombra de la economía formal.
El primero de estos circuitos, y uno de los más rentables para las bandas criminales, fue el de la trata de personas con fines de explotación sexual. El segundo circuito que se activó fue el del trabajo doméstico y del cuidado, que replicó los roles de género en el mercado laboral global.
Sobre el segundo elemento, es importante mencionar que el incremento del trabajo feminizado en los países receptores fue producto de la crisis del cuidado que fomentó el trabajo con base de género en los Estados de bienestar. Acá, más allá de los amplios temas estructurales que explican los patrones de movimiento migratorio uniforme, se deben entender una serie de factores micronivel que fomentaron la feminización de la migración.
Uno de ellos tiene que ver con los regímenes de política local sobre la migración y los cambios que se generan en los mismos. Casos como el de Singapur, Malasia, Taiwán y Hong Kong ilustran esta aproximación, en tanto permiten la migración internacional para trabajo doméstico por un lapso determinado y bajo el contrato de un patrón. Luego, la migrante que labora en este sector debe salir del país y puede tramitar un nuevo permiso con otro patrón. Por la falta de control es frecuente la limitación de derechos de las trabajadoras migrantes y la vulnerabilidad se acrecienta cuando su condición hace un tránsito hacia un estatus de irregularidad.
Por otra parte, aunque hasta 2014 Japón prohibió la migración para el trabajo doméstico, a partir de ese año, y a causa del envejecimiento de su población, modificó su política migratoria. Comenzó a implementar una serie de programas focalizados en el cuidado, a la par que buscó promover la participación de las mujeres japonesas en el mercado laboral.
Otro de los factores micronivel obedece a los cambios socioeconómicos en países específicos. El sudeste Asiático dio cuenta de ello durante los 90, cuando Estados como Singapur, Malasia y Tailandia pasaron de ser países en desarrollo a países industrializados y comenzaron a demandar mano de obra sin cualificar o semicualificada para suplir los trabajos que ya no deseaban realizar los nacionales, específicamente labores de cuidado y trabajo doméstico. Esto atrajo a mujeres migrantes de países como Indonesia y Filipinas.
El último elemento micronivel hace énfasis en las actitudes sociales hacia la migración y los cambios en estas actitudes. Por ejemplo, Bangladesh ha prohibido la migración femenina para el trabajo en varias ocasiones, hasta que la legalizó en 2003. Hoy tiene límites relacionados con elementos etarios (solo mayores de 25 años) y solo es permitida para mujeres que profesan cierta práctica religiosa (purdah).
En el caso de Indonesia, las mujeres migrantes se reducen a heroínas o víctimas de la migración, repitiendo el patrón de la negación de su agencia observado en Bangladesh. En este país, de mayoría musulmana, la separación de la mujer de la familia es muy relevante. No obstante, se permite y las exalta como heroínas nacionales, en tanto el envío de remesas ha contribuido significativamente a la economía del país. Sin embargo, cuando sufren abusos son consideradas víctimas y el Estado impone barreras a la migración, por ejemplo, limitando los Estados a los que está permitido emigrar, con la excusa de protegerlas.