Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Esta columna fue escrita en conjunto con la columnista invitada Miranda Guerra.
La explotación sexual de menores de edad volvió a ser un titular nacional tras conocerse el caso del estadounidense Timothy Alan Livingston, hallado con dos niñas de 12 y 13 años en un hotel en Medellín. Semanas más tarde, Stefan Andrés Correa, otro estadounidense, fue capturado en Miami por haber entrado más de 40 veces a Colombia con el único objetivo de traficar y explotar sexualmente a menores de edad. La persistencia de estos casos y las reacciones de las autoridades y la opinión pública vuelven a poner sobre la mesa un fenómeno que en Colombia no se reduce solo al denominado turismo sexual en las grandes ciudades.
La explotación sexual representa un problema público transnacional que tiene conexiones con las dinámicas criminales en las ciudades, las regiones fronterizas y los territorios afectados por la violencia organizada. En muchos casos, no es un delito aislado de otros como el narcotráfico y la trata de personas, además, su ocurrencia está relacionada con vulnerabilidades estructurales de la población LGBTQ+, mujeres, niños, niñas y adolescentes, quienes son las principales víctimas.
Más allá de la atención de casos puntuales como los conocidos en las últimas semanas, Colombia está en mora de implementar una estrategia nacional contra los delitos asociados a la explotación sexual, además de abordar este fenómeno en sus diferentes facetas y contextos. Aquí planteamos algunas claves para una comprensión más amplia.
Dimensionar el problema
Empecemos por algo que podría parecer una obviedad. La ONU define la explotación sexual como el abuso o intento de abuso de una posición de vulnerabilidad, desequilibrio de poder o confianza para fines sexuales, incluyendo beneficios económicos, sociales o políticos derivados de la explotación sexual de otra persona. Este abuso afecta a individuos de todas las edades y se manifiesta en formas como la trata de personas, la coacción en la industria de la pornografía, webcam y la presión hacia la prostitución, entre otros.
Según datos del Ministerio del Interior, mientras que a nivel mundial la principal causa de trata de personas es el trabajo forzado, en Colombia, del 2013 al 2020, el 62% de los casos estaban relacionados con la explotación sexual, con un marcado traslado de víctimas hacia el extranjero. Además, para el año 2023, un 82% de las personas afectadas fueron mujeres. Se suma, que los casos de explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes siguen en aumento: la Fiscalía alerta que entre 2021 y 2022 ingresaron al sistema cerca de 8.131 procesos.
Si miramos lo que ocurre por ciudades encontramos, según la Red Abolicionista de Medellín, que entre 2020 y 2022 se presentaron 736 víctimas de explotación, el 78% eran mujeres y tan solo se dieron 33 capturas. Por su parte, en Bogotá, las cifras de la Policía Metropolitana demuestran que la mayor parte de las víctimas son niñas, niños y adolescentes (579 víctimas entre 2020 y 2024).
Las cifras marcan tendencias, pero este delito se caracteriza por el subregistro debido a la baja denuncia y seguimiento, a las limitaciones en los sistemas de información y al temor a la denuncia por coacción. En otras palabras, las cifras no permiten ver la geografía real de la explotación sexual en el país.
Otro de los grandes desafíos para dimensionar este fenómeno está en su comprensión y prejuicios o imaginarios que operan a la hora de ser atendido. Aunque, en Colombia, el Código Penal tipifica como delitos la trata de personas con fines de explotación sexual (art. 188A C.P), la imposición a la prostitución (art. 214 C.P) y el proxenetismo con menores de 18 años (art. 217-A C.P), hay zonas grises con la prostitución consentida y legal (sentencias T-629-10 y T-594-16). Es difícil trazar líneas claras entre el ejercicio consentido de la prostitución por parte de adultos y el constreñimiento por parte de redes de explotación sexual y trata de personas.
En un país marcado por profundas desigualdades, el debate sobre la naturaleza consentida de la prostitución es especialmente complejo. Suponiendo que exista un verdadero consentimiento, nos enfrentamos a una discusión más amplia sobre cómo nuestra sociedad e instituciones presuponen que todas las mujeres (y demás individuos) involucradas en esta actividad la han elegido libremente. Este supuesto ignora las múltiples realidades socioeconómicas que pueden coaccionar la toma de decisiones. Además, persisten ciertos imaginarios culturales que normalizan y perpetúan la explotación sexual.
Lo que sí es un punto sin discusión es que la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes tiene que ser un no negociable tanto en nuestras instituciones como en las relaciones sociales. La normalización de este delito, alimentada por contextos de desigualdad, migración o conflictos, lleva a una espiral irremediable de violaciones de derechos que son completamente inaceptables.
Comprender el delito en sus múltiples facetas
En Colombia, la explotación sexual tiene diversos contextos. Por ejemplo, en zonas de conflicto armado, donde hay economías extractivas lícitas e ilícitas y en regiones fronterizas con dinámicas migratorias.
De acuerdo con los estudios del Centro Nacional de Memoria Histórica, la explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes y la imposición de la prostitución incluso en mujeres adultas fue especialmente prevalente en zonas de conflicto, donde actores armados y proxenetas colaboraban para movilizar a mujeres y adolescentes a campamentos o negocios de prostitución, usándolas para satisfacer demandas sexuales y ejercer control social. La Comisión de la Verdad también presentó hallazgos sobre cómo los paramilitares lideraban las redes de trata interna en las zonas donde tenían control: se encargaban de la captación, el transporte, el traslado y la acogida de las víctimas.
Si bien dichos estudios identifican estas dinámicas en los momentos álgidos del conflicto armado, advierten que uno de los desafíos y continuidades de las violencias de género es la explotación sexual, ahora en manos de grupos criminales o utilizada como estrategia de reclutamiento forzado en sus zonas de incidencia.
Otro contexto, que poco se señala, se ubica en las zonas donde se realizan actividades extractivas como la minería y los hidrocarburos. La ONU ha expresado su preocupación sobre el estado crítico de niños, niñas y adolescentes en estas áreas, especialmente por el reclutamiento forzado. Se suma que las dinámicas de movilidad asociadas a estas actividades generan cambios en los tejidos sociales que en ocasiones provocan un aumento en la prostitución y la explotación sexual. Algunos estudios reportan que en contextos de extracción minera los grupos armados movilizan mujeres para ofrecerlas a los trabajadores.
Por otro lado, las áreas fronterizas, que se destacan por su intensa actividad económica y alta movilidad poblacional, son particularmente susceptibles a la trata y explotación sexual debido a la insuficiente vigilancia y control por parte del Estado. La enorme migración de mujeres venezolanas hacia nuestro país en busca de mejores oportunidades las ha hecho especialmente vulnerables a ser explotadas por grupos criminales. Según la OIM, el 86% de las venezolanas que han llegado a Colombia ha experimentado algún tipo de violencia de género, a lo que se suma las actitudes xenófobas influenciadas por estereotipos sexistas que restringen sus derechos y capacidad para responder ante estos delitos.
Acciones para respuestas efectivas
La ley sobre lucha contra la explotación, la pornografía y el turismo sexual con niños, niñas y adolescentes (Ley 679 de 2001) y la ley que la robustece (Ley 1336 de 2009) involucran a 21 instituciones con responsabilidades específicas en la protección contra la explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes, y otras más amplias relacionadas con la prostitución forzada de mujeres adultas. También hay alertas tempranas sobre este fenómeno. Sin embargo, entre 2021 y 2023 solo se abrieron 212 procesos judiciales, de los cuales 72 siguen inactivos. ¿Dónde está el cuello de botella para una respuesta efectiva que prevenga el delito y lo sancione cuando se materialice?
La primera acción para mejorar esa respuesta tiene que ver con caracterizar el fenómeno correctamente, lo que ya supone una barrera inicial. La Policía tiene una base de datos que agrupa todos los delitos sexuales bajo el título “delitos contra la libertad, integridad y formación sexuales” (artículos 205 al 219 del Código Penal), e incluye delitos relacionados con la violación y la explotación sexual. Sin embargo, esta base de datos, por lo menos públicamente, no desglosa los delitos por tipo, sino que presenta el número agregado de víctimas por municipio.
Por su parte, la Personería ofrece datos de las víctimas que solicitaron atención, Medicina Legal procesa casos basados en alertas de centros médicos, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf) presenta los casos que pasan por restablecimiento de derechos y la Fiscalía gestiona los procesos de denuncia. Como resultado, tenemos diversas fuentes de información que, aunque cruciales, no se coordinan con frecuencia para un análisis adecuado.
Formular políticas públicas efectivas requiere de datos desagregados que marquen tendencias y particularidades de los contextos donde ocurre el delito. También, hay que facilitar al acceso a esos datos (salvaguardando el anonimato y el derecho a la privacidad e intimidad de las víctimas) para que la academia y la sociedad civil puedan contribuir a caracterizar el fenómeno y a construir políticas que prevengan este delito y sancionen efectivamente a las estructuras e individuos que administran las redes de prostitución y trata de personas con fines de explotación sexual, así como a los usuarios finales.
Una segunda acción tiene que ver con identificar los factores comunes de la explotación sexual en el país. Estamos hablando de la supervivencia y vulnerabilidad económica, de la coerción y el control por parte de grupos criminales, de la generación de ingresos dentro de economías ilegales, y de las regulaciones sociales y culturales que permiten y toleran la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes. Identificar estos factores es clave en términos de la estrategia de respuesta nacional.
Finalmente, hay que exigir respuestas más allá de las coyunturas mediáticas y no solo abordar el fenómeno como un desafío de orden público, que lo que hace es reducirlo a un problema estético de las ciudades, como si se tratara de que hay algo que “limpiar”. No es posible disminuir la visibilidad de este delito en las zonas turísticas sin una ruta de garantía de derechos y sin dimensionar el problema para su atención con respuestas integrales.
En zonas rurales y fronteras, el fenómeno se ha invisibilizado y poco se ha considerado como parte de las complejidades estructurales de estos territorios. Por esto, hay que exigir una estrategia continua, que no revictimice a las víctimas y que proteja a las poblaciones más vulnerables frente a la explotación sexual.
Miranda Guerra
Asistente de investigación de la Fundación Ideas para la Paz del área de Conflicto y Seguridad. Politóloga de la universidad Eafit.