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En el primer semestre de la universidad descubrí el don de la narrativa en boca de un compañero –hoy en día, uno de mis grandes amigos–. “Échese un cuento”, le decía siempre alguien, y él contaba una historia que nos llevaba al borde del delirio. Solían ocurrir en un bus ejecutivo Germania, del cual él era pasajero frecuente durante el largo recorrido entre la séptima con 19 y Cedritos. La trama podía ser de terror urbano con un ñero, de coqueteo frustrado o simplemente sobre las intensas ganas de orinar después de tomarse seis cervezas y estar atrapado en un trancón.
En medio del asombro y las carcajadas de todos, yo me quedaba con la misma pregunta clavada como espina, que minutos después le hacía mientras caminábamos para clase: “Pero eso no pasó, ¿cierto, Felo?”. Y él siempre me respondía lo mismo: “Eso no importa, Charli”. Solo pude abandonar mi duda metódica cuando, como coprotagonista de algún cuento, verifiqué sus generosas licencias literarias. El único que estaba preocupado por el género de la conversación era yo.
Por estos días, que terminé de hacer una serie de charlas sobre economía de la atención y periodismo, las sabias palabras de Felipe han estado en mi cabeza. ¿Cuál es, al final de cuentas, el rol de la verdad –o de la veracidad, si queremos un término más operativo– en la discusión pública? ¿Dónde debe estar el foco de atención frente a la mentira y la manipulación? ¿Qué parte del problema fue configurado por las redes sociales?
En distintas versiones, estos interrogantes vienen dando vueltas desde las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016. La sociedad civil y el periodismo emprendieron la causa de la verificación de la información, los gobiernos prometieron regulaciones que llegan a cuentagotas y las plataformas en línea asumieron la tarea imposible de arbitrar el debate.
Con algo de evidencia y la experiencia de casi una década, algunas respuestas se asoman sin resolver del todo ninguno de los dilemas. No obstante, tenemos mayor perspectiva; desde distintas disciplinas hay aportes para entender mejor el rol de la tecnología en este dilema social y, sobre todo, para abandonar cualquier pretensión de soluciones deterministas.
Para empezar, resulta fundamental recordar la relación inherente del ser humano con las historias. Nos relacionamos y abstraemos la realidad –tanto la de los demás como la propia– desde formulaciones y relatos. No aprehendemos el presente de manera aséptica, no existe un manantial de sentido del que bebemos para ser diáfanos. Interpretamos y juzgamos en un ambiente que construimos y nos construye.
En ‘El viejo malestar del Nuevo Mundo’, que comentamos durante la entrevista, el sociólogo Mauricio García Villegas describe la falta de relatos unificadores para que América Latina hubiera hecho un tránsito menos doloroso de colonias a repúblicas: “Confucio decía que la sociedad no podía vivir sin creer en algo y sin tener ritos para celebrarlo. Estudiar esos ritos no refleja nada sobre la veracidad de los mitos, pero sí dice mucho sobre la efectividad de la cohesión social”.
Sin tomar sus palabras como certeza, el análisis de García abre ventanas para observar, por ejemplo, el caudillismo de nuestros líderes políticos y el guion redentor que se recicla a lo largo del continente, que consumimos de forma recargada y votamos con vehemencia en las urnas. Las formulaciones del “ellos contra nosotros”, la amenaza existencial o el enemigo externo –que aborda el estratega en comunicaciones Juan Fernando Giraldo en la charla de cierre– es a la vez nuestra historia y el apetito que tenemos por esas historias.
Nos conectamos con cuentos de héroes y villanos porque nos sirve también para tomar atajos en la interpretación de lo que sucede. La simplificación es una estrategia de supervivencia que se acentúa a mayor complejidad y más cambios. Tener reglas generales o estrategias prácticas basadas en experiencias previas, intuiciones o conocimiento –las heurísticas–, se vuelve condición necesaria para decidir. Pero también para equivocarnos.
Como explicó el científico del comportamiento Andrés Casas en Cali, ante varias narrativas que compiten, solemos elegir a partir de creencias; enfrentados a grandes eventos, nos seduce la explicación de una gran causa; y estamos inclinados a prestarle mayor atención a las amenazas y malas noticias que a lo habitual o positivo –en lo cual el periodismo se vuelve un cómplice inevitable–.
“El cerebro es una máquina de predicción, y uno de los mecanismos de predicción más fuerte son nuestras emociones”, afirma Casas. Los modelos de elección racional han sido ampliamente revaluados para incorporar esas respuestas físicas y sicológicas que produce el cerebro. Las emociones influyen en los sesgos, en los afectos y en las creencias, y tienen un rol fundamental en el comportamiento a la hora de identificar –casi como un reflejo– riesgos, beneficios y placeres.
La dopamina, esa sustancia química que hace las veces de mensajero en el sistema nervioso, juega un papel fundamental en la pulsión hedonista de nuestra especie. Según la doctora Anna Lembke, “La dopamina puede tener un papel más importante en la motivación para obtener una recompensa que en el placer de la recompensa en sí mismo. Más deseo que gusto”. Es decir: una motivación cardinal de nuestro cerebro es la expectativa del premio, una meta que se va corriendo a medida que desarrollamos hábitos adictivos.
La economía de la atención en el entorno digital se entiende como un modelo productivo basado en la captura y comercialización de la atención. En 1971, décadas antes de la llegada de internet, el economista Hebert Simon puso entre alfileres la dinámica en la que hoy estamos inmersos: “Una riqueza de información crea una pobreza de atención y una necesidad de asignar esa atención de manera eficiente entre la sobreabundancia de fuentes de información que podrían consumirla.”
El mecanismo eficiente lo conocemos bien. A imagen y semejanza de las máquinas tragamonedas, las redes sociales ofrecen premios, expectativas de recompensa y ofrecimientos de repetición para canalizar y monetizar nuestra atención. Con un botín disperso en juego, no hay tiempo ni espacio para matices o pausas. La espera se digitaliza. Tampoco es que estemos alambrados para masticar sin afán. La adhesión social a esta tecnología ha estimulado nuestras debilidades e impulsos. “Dime los incentivos y te mostraré los resultados”, advierte Tristan Harris, director del Centro para la Tecnología Humana.
Entender el lugar de las redes sociales en esta ecuación permite analizar mejor las aproximaciones frente a la desinformación y la manipulación. Tenemos un problema tecnológico y social. O mejor: cualquier problema tecnológico es también social. La retórica de las élites –políticas, comerciales y sociales–, el cubrimiento periodístico, la influencia descentralizada y la reafirmación de las comunidades de confianza, entre otros, influyen en las convicciones de la gente y en su relación con la verdad. Algunos de estos fenómenos se acentúan en espacios digitales, como el tribalismo y las políticas identitarias. Pero ninguno existe aislado de la realidad analógica.
La emergencia de las ‘noticias falsas’ presionó una reacción desproporcionada de las plataformas digitales, que en el rol de separar la paja del trigo no solo fracasaron –como quedó claro durante la pandemia– sino que terminan reafirmando el escepticismo de los paranoicos y entregándole munición a los conspiradores. Hoy la evidencia indica que las intervenciones deben estar más enfocadas en la amplificación de los grandes megáfonos de la manipulación y en las estrategias de coordinación que emplean.
Como ciudadanos de internet tenemos una incidencia nula en los grandes debates regulatorios de las plataformas, pero como humanos podemos lograr cambios individuales y colectivos. La economista Beatriz Vallejo ofreció una hoja de ruta: entender nuestras vulnerabilidades cognitivas, cultivar un escepticismo sano y ampliar las fuentes de información. Yo agregaría una: implementar hábitos de desconexión. Si de algo podemos estar seguros es que de esta crisis de sentido no vamos a salir con los ojos clavados en la pantalla.
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