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Esta columna fue escrita por el columnista invitado Duberney Galvis.
No hay problema cuya solución se haya aplazado más en Colombia que el de la inequidad en la propiedad de la tierra rural. La variable de la tierra en la estructura agraria de Colombia, incluso en la etapa actual bajo el capitalismo financiero, arrastra la idea de “reducir al productor a una simple bestia de carga” (ver gráfico). Por eso el escándalo en el gobierno Petro de la compra de tierras para la Reforma Agraria o Reforma Rural Integral (RRI) –como se llama en el Acuerdo de Paz.
Pese a que el gobierno busca conformar un banco de tres millones de hectáreas para repartir entre trabajadores rurales sin o con poca propiedad, sigue el mismo patrón que ha tenido un puñado para regular, a su antojo y al servicio de intereses particulares, la producción y el uso de los bienes agrícolas. De esto se ha derivado el atraso productivo, la violencia, la desigualdad en el acceso a la tierra y la inicua distribución de los ingresos.
Al respecto, Albert Berry en su libro “El papel clave de la pequeña agricultura familiar en Colombia” –en el capítulo sobre injusticia, desigualdad y conflicto agrario– señala que “la mayor parte de la violencia y de la injusticia está ligada a la desigual apropiación de la tierra agrícola, a través del robo, la extorsión y la manipulación dentro del sistema legal, entre otros mecanismos”, a los cuales atribuye la altísima concentración de la tierra en el país.
Al contrario, el porcentaje de grandes propiedades (el 0,4% del total, mayores a 500 hectáreas, que tienen el 75,7% del área rural dispersa) que puedan haber sido adquiridas por “medios completamente legítimos (en otras palabras, sin implicar sangre, despojo o cualquier fraude) está probablemente en el rango del 10 al 25%”. Bajo la definición amplia de legalidad se incluye solo la tierra que no corresponde a la obtención por la vía de los espurios métodos que señala Berry.
La mayoría de las tierras en Colombia corresponde entonces a las obtenidas por vías ilegales de todo tipo, incluidos los ríos de sangre, que ya no son solo objeto de denuncia en escenarios del arte y la literatura, sino que hacen parte del poderío económico y político, incluido el electoral, sobre los territorios donde predominan. De forma insólita, el gobierno terminó comprando a esos oferentes.
Así lo confirma la investigación de Aurelio Suárez en compañía del abogado Eduardo Mestre. Siete casos que evidencian el círculo vicioso de la “selección de los peores” en materia de acumulación de tierras.
Esas adquisiciones cuestionadas, que suman más de 160 mil millones y 40 mil hectáreas, abarcan negocios con empresas vinculadas a Luis Alberto Bernal Seijas. Un caso que produce escalofríos porque Bernal, como es sabido, fue condenado a 30 años como determinador de la masacre del Nilo. Es decir, el Estado recibió ofertas de tierras a un causante del despojo y desplazamiento. Para hacerlo, omitió evaluar indicios mínimos de testaferrato, fácil de constatar con una consulta básica en los registros mercantiles para ver que las dos empresas vendedoras –con la familia Bernal entre los titulares– hasta comparten domicilio y correo electrónico y tienen capital pagado inferior al valor de los predios que vendieron (Ver PDF).
En San Marcos, Sucre, se adquirieron tierras que en su mayoría son inutilizables y en San Juan de Arama, en Meta, Palma Capuchino SAS, compró tierras a terceros y en tiempo récord las revendió a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) por 8 mil millones más. El afán del negocio no les dio tiempo ni para los estudios pertinentes.
Y en inmediaciones del Alterón y Robles en Jamundí, Valle, hoy foco del conflicto armado, los consejos comunitarios afros beneficiarios denuncian que no se han podido asentar por falta de pago, ratificando lo aceptado por la ministra Jhénifer Mojica: “no se han entregado ni una cuarta parte de las tierras compradas”. Y más grave en este caso porque son en su mayoría cultivos de caña con contratos con ingenios que se endosarían a las comunidades. Es decir, se les priva de tierra e ingreso.
Se suman la obtención de propiedades con sobreprecios en el Cesar y Magdalena a empresas relacionadas con casos de estafas por la vía de fidecomisos que aún no entregan todos los saldos a los estafados y que siguen ofertando tierras, aunque medien solicitudes de restitución.
Llama la atención el caso de Puerto Carreño, Vichada, en el que tierras que se habían adjudicado como baldíos fueron compradas a personas distintas a los beneficiarios originales. O, también, casos de baldíos otorgados años antes, que se englobaron más allá de los límites superiores definidos por la Unidad Agrícola Familiar (UAF), como pasó con Los Cachorros en Puerto Gaitán, Meta, el más costoso de todo lo comerciado.
La manía se repite. Los malos indicios en estos negocios indican hechos similares a los conocidos como “robos legales”: revictimización, coerción y violación de la ley del Sistema Nacional de Reforma Agraria de 1994. De ahí que salte la pregunta: para qué requiere el gobierno “cambios legislativos” en la idea de “acelerar la reforma agraria”.
Está probado en Colombia que el cambio de reglas en la política pública rural es una herramienta –invocada con el expediente de resolver la desigualdad y la concentración de tierras y heredada desde épocas de la colonia y la independencia– que al final termina produciendo decretos que impulsan la acumulación y la concentración de tierras, incluso lo relativo a la asignación de baldíos.
También se conoció el informe final actuación preventiva de los procesos de compra de predios para la reforma rural, emitido por la Procuraduría, tan preocupante, que en escala de gravedad supera los casos aquí citados. Hallaron irregularidades en más del 60% de los expedientes reportados por la ANT, “solo 23 predios, de los 288 que estaban en proceso de adquisición, fueron adjudicados de manera efectiva. Además, de esos 23 predios, 19 se entregaron de forma directa sin un proceso de selección objetiva”.
Aunque dicho informe amerita un estudio más juicioso, es inexplicable que Petro trate de encubrir el desastre allí descrito como “un ataque a la reforma agraria”. De lo que se infiere, tolera lo ocurrido. Así pasa en cualquier Estado promotor de la injusticia y la desigualdad, contrario al que dice encarnar.
Las responsabilidades penales causadas las dirimirá la rama judicial, pero la responsabilidad política le cabe al presidente Petro, a la ministra Mojica y a la ANT. Felipe Harman, nuevo director de esta agencia desde febrero desde este año, a quien le corresponde firmar en adelante, está en la estrategia de aminorar daños. No obstante, se quedó corto.
Además de todo, esta reforma agraria, bajo los insólitos parámetros que ha fijado, no solo selecciona “a los peores”, sino que carece del norte de un programa productivo del orden nacional, en una estrategia de soberanía alimentaria. La entrega de fracciones de tierras sin apoyos ni asistencia para poblaciones de escasos recursos, que solo disponen de su trabajo personal y familiar y que “sudan para comer”, excluye la aplicación de los avances científicos colectivos de la agricultura, impidiendo expandir la actividad económica, en lo cual el Estado desempeña un rol determinante.
Queda así en cuidados intensivos una de las principales propuestas de Petro y de las que más surte su discurso “progre”. Aquí cabe la definición más amplia de la que habla Berry, en cuánto a la imparcialidad del Estado en la asignación de las tierras públicas y las regulaciones que ayudan a determinar quiénes terminan como dueños: “muy poca tierra que se encuentra actualmente en las propiedades grandes, podría calificarse como libre de injusticia alguna”. Por lo visto, en la compraventa de tierras, el gobierno de Petro la sigue facilitando.
Duberney Galvis
Docente Universitario, licenciado. Especialista en Gestión Ambiental y productor agropecuario.