El Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) advirtió esta semana que Colombia enfrenta un complejo panorama en materia de salud mental en la niñez y la adolescencia, pues luego de consultar cifras sobre el tema en el ministerio de Salud encontró que el 44 por ciento de los niños y niñas muestran indicios de afectaciones en su salud mental. La cifra va desde niños de 6 años hasta jóvenes de 24 años.
Para discutir sobre los problemas mentales de los jóvenes actuales, y de la peculiar forma en que habitamos el cambiante mundo de hoy, la Silla Académica entrevistó al filósofo y ensayista Roberto Palacio (1967). Por más de dos décadas, Palacio se dedicó a la academia en los campos de etología humana y la filosofía del lenguaje en la Universidad de los Andes, y desde el 2019 hace parte de la red mundial de pensadores y divulgadores filosóficos IDW (Intellectual Deep Web) dirigida por el filósofo sueco Alexander Bard. Es autor de ‘La era de la ansiedad’, (Ariel-Planta) un libro sobre la ansiedad como un fenómeno que define a la sociedad actual y que informa esta entrevista.
La Silla Académica: ¿Qué entiende por la ansiedad?
Roberto Palacio: Kierkegaard, el filósofo danés, la define de una manera muy interesante: “Es esa condición que busca una causa”. La ansiedad está con nosotros, independientemente de que haya una amenaza patente o no, y siempre estoy tratando de explicarla por todos los medios: es que me tiene mal mi novia, es que la guerra en Ucrania me tiene estresado, etc. Es esta sensación de que he sido abandonado y olvidado en el mundo. Yo la defino como el tic toc del mundo que sigue latiendo dentro de nosotros todo el tiempo, incluso cuando no hay una amenaza patente. La ansiedad es tan acuciante porque no se detiene, no para. Es distinta a la angustia, ya que la angustia siempre es angustia de algo. Pero con la condición acá mencionada, las personas se acuestan con ansiedad y se levantan con ansiedad. Las buenas noticias las reciben con ansiedad y las malas noticias con más ansiedad.
En el libro La era de la ansiedad usted dice: “Si tan solo pudiéramos comprender que esta ansiedad nos pertenece de una forma única, que puede llegar a formar parte de nuestra vida, habremos ganado la batalla contra el abismo”. ¿Para qué nos sirve la ansiedad?
La ansiedad es importante porque de alguna manera nos lleva a pensar en nosotros mismos. Y si bien ese pensamiento a veces es un poco obsesivo, un poco martirizante, si podemos coger esa ansiedad y volverla un motivo de reflexión sobre nosotros mismos y ver qué dice de nosotros mismos habremos hecho algo positivo con esa condición actual. No hay que ver necesariamente la ansiedad como un fenómeno negativo.
De hecho, somos “sobre-pensadores”. Lo hemos hecho de una manera un tanto fatalista: pensamos mucho en nuestros errores, en por qué no somos más amados, en qué me equivoqué. Estamos en nuestra cama con el Demogorgon (el monstruo de la serie Stranger things) a centímetros esperando para invadir nuestra dimensión. Pero ese pensamiento es una de las pocas dimensiones de profundidad que nos quedan. Y veo en ella la posibilidad de interesar a un público más joven, en extender ese pensar a otras cosas que no sean la tarea auto-destructiva de carcomerse a sí mismo. Hasta ahora, cuando he invitado a la gente joven a extender sus ideas a otros campos, no me he encontrado con la primera negativa.
¿Qué pasa hoy en el mundo para que tantas personas sean diagnosticadas con ansiedad?
Personas de tu edad, desde que nacieron, han tenido un micrófono para hablarle al mundo. Puedes, por ejemplo, tener un canal de televisión en YouTube si quieres. Eso era impensable hace 50 años. Hoy estamos parados gritándole al mundo “este soy yo”, y esperamos que alguien venga y nos lea, porque nosotros pretendemos estar leyéndolos también. Pero nuestro interés es ser leídos, no leer a otros. Y nuestra ansiedad en gran parte (aunque no exclusivamente) nace de este deseo frustrado de reconocimiento.
No queremos el aplauso de nuestros papás, ese lo tenemos asegurado, sino el de los demás, el del mundo real. Y es en ese intento es que a veces salimos heridos. Cuelgas una foto en redes y te dicen: “te ves gorda” o simplemente no te dan like y te ignoran. Y cuando te ignoran, te sientes un perdedor. Estamos en un escenario en el que todo el tiempo estamos esperando reconocimiento, es decir, estamos esperando algo, y por eso es muy factible sentir ansiedad.
Es decir, usted relaciona la ansiedad con el ecosistema digital, en el que usted dice que las personas viven en un performance. ¿Por qué las personas buscan exponerse tanto buscando ese reconocimiento?
Por muchas razones. El conflicto para las generaciones más jóvenes hoy no es la falta de amor de los papás. Es, por el contrario, el exceso de amor de los papás. Les dicen a sus hijos: “Tú eres el mejor”. Los premian así lleguen de últimas y les dicen todo el tiempo “tú eres especial”. “Tú puedes lograr cualquier cosa que te propongas rápido”. Pero como queremos el reconocimiento de afuera, nos exponemos al mundo exterior con una alta posibilidad de ser heridos.
También nos exponemos porque hay gente sin talentos excepcionales que reciben muchos likes, como las Kardashian y creemos que podemos recibir el mismo reconocimiento. Además vemos que hoy hay gente que gasta horas de su vida, de su tiempo –su activo más valioso– en plataformas como Tik Tok a cambio de nada. Y creemos que por dar nada merecemos el tiempo del otro, pero eso no está garantizado.
Instagram es básicamente una “egoteca” diseñada para compararnos con otros. Su énfasis es el espacio, la apariencia, la mirada; la cámara Polaroid cuya imagen es el logo nos dice claramente la intención de la red. Pero veamos lo que implica para una adolescente, las vulnerabilidades que despierta, el deseo de perfección o lo que llamo una “nueva normalidad”.
La ansiedad también nace de un deseo de “ser perfecto”. Envidiamos a otros, no porque sean necesariamente espectaculares, sino porque tienen los nuevos mínimos a los que yo siento que tengo derecho. Investigadores en Francia expusieron a un grupo de chicas jóvenes a imágenes de cuerpos “perfectos” y luego descubrieron que todas terminaban con ansiedad. La cuestión sorprendente es esta: la exposición de cada imagen duraba apenas 20 milisegundos. No servía de nada decir que eran retocadas; los mecanismos del cerebro por medio de los cuales reconocemos que hay intervención de la imagen y los que disparan emociones de envidia o insuficiencia personal son distintos.
¿Es esto un fenómeno mundial o es distinto de alguna forma para los jóvenes colombianos?
El uso de las redes nos afecta tanto como a cualquier otro joven del mundo. ¡A veces se nos olvida que Colombia es un país que queda en el mundo! Pero como en cualquier sociedad, hay peculiaridades que agravan los sentimientos de inadecuación.
Nuestra “amabilidad” por ejemplo, en la que nunca nos decimos de frente lo que sentimos o deseamos, y todo se va en “buen trato” (buenos días, cómo se encuentra usted el día de hoy; sumercé, ¿ya salió el chequecito?) es disparadora de todo tipo de sentimientos asociados con la ansiedad: están hablando de mí, me sacaron del proyecto, nunca supe por qué etc. Las buenas maneras son las costumbres de pueblos barbáricos que no tienen problema en matarse si se les da la ocasión. En Colombia puede ser más grave pasar sin saludar que dispararle al otro. Somos en eso una sociedad muy totalitaria: toca saludar y ser amable y debes decir lo que sientes, pero no de frente porque es descortés. La censura al otro va contenida en la frase: “…sí lo puedes decir, pero no de esa manera”.
¿Qué pasa con la política en la era de la ansiedad?
La política ha perdido significado en nuestra vida. Pasan cosas muy importantes, pero no nos importan. Va a hablar Mancuso: a nadie le importa. O importa de momento y nada parece tener consecuencias. El juicio contra Uribe a la larga no importa (…) El problema de los discursos políticos ya no es que sean peligrosos. Es que no se nos adhieren, no parecen realmente afectarnos o cambiar la realidad. Los políticos nos importan en la medida en que yo me pueda involucrar en la política… como una oportunidad de empleo o de dinero fácil o de fama gratuita. Los políticos nos importan tanto como nos importa la iglesia o los profesores en las universidades. Se han convertido en un grupo de interés entre muchos otros grupos de interés, que simplemente está ahí.
Como somos tan narcisistas, lo que importa es qué dice la política sobre mí. Si Irán lanza unos drones contra Israel, inmediatamente lo que pensamos es en el fin del mundo y ese fin del mundo me incluye a mí. Y viene la ansiedad. Pero la guerra solo importa si me toca a mí.
En el libro usted plantea el amor como una empresa imposible. Entre otras, por el deseo de querer poseer a la pareja y, al tiempo, de que sea libre. ¿Estamos condenados a la soledad?
Acá sucede algo similar a lo que decíamos de querer ser leídos. Estamos en un momento en que no tenemos el proyecto de amar, sino de ser amados. Queremos lectores, no leer a otros. Me meto en una relación porque todo el mundo quiere estar en una relación. Salgo herido y corro a que me quiten este mal de amor en terapia. Queremos deshacernos de la vulnerabilidad. Y deshacernos de la vulnerabilidad implica hacer imposible cualquier verdadero involucramiento, porque el amor implica vulnerabilidad.
Yo veo una generación muy solitaria porque no nos gusta la posibilidad de salir heridos. Es más, ahora hay celebraciones de divorcios. Cuando alguien se separa, dice: “Por fin pude ser yo” y compra anillos de divorcio. Yo me pregunto: ¿En 10 años de tu matrimonio nunca fuiste tú? ¿Nunca fuiste feliz? ¿Todo fue una mentira? La única redención real dice Nietzsche es amar nuestro pasado, y saber que también entonces yo decidí mi destino.
Un gran apartado del libro lo dedica a la cultura woke, ¿cómo la define?
La palabra woke significa “estar despierto”. Hace referencia a varias prácticas que se han colado en nuestras vidas: la cultura de la cancelación (impedir hablar al que no me gusta). Si en mi universidad entra alguien a hablar que a mí no me gusta, yo haré todo lo posible por mandarlo a callar; por un uso muy cuidadoso del lenguaje para no “ofender” al otro (en el uso de los pronombres percibidos por ejemplo son claves) y en general la “corrección política”. Pero esta manera de “abrir los ojos” en realidad implica dejar de ver muchas cosas. Es el dogmatismo dominante de nuestro tiempo, como antes lo eran la iglesia, la inquisición, el comunismo. Nosotros tenemos el wokismo.
El wokismo es la creencia de que mis preferencias, elecciones, puntos de vista deben ser reconocidos por otros. Y dado que mis preferencias, elecciones y puntos de vista son y nacen profundamente de mis apetencias, quien no los observa, viola mis derechos. De alguna manera es que todo el mundo tiene que estar pendiente de mí y de mi “tribu”. Y si hablas en contra de mí, en lo que sea, en mi trabajo, en mis notas en la U, me refugio en lo que Fernando Savater ha llamado “pequeños narcisismos colectivos”: si ofendes a los trans me ofendes a mí, etc.
¿Qué tiene qué ver la cultura woke con la ansiedad?
Decíamos más arriba que nuestra ansiedad nace del deseo de reconocimiento. El wokismo es justamente eso: un deseo profundo de ser reconocidos, de no ser ignorados, de que se me tenga en cuenta a las buenas o a las malas.
Pero, por otro lado, para el wokismo es perfectamente natural sentir que hay fuerzas oscuras que nos persiguen. La relación entre wokismo y ansiedad se hace patente a través de otra práctica ampliamente extendida hoy: la teoría de la conspiración. La gente blanca por ser blanca esconde una agenda racista sistemática; los demócratas tienen trato sexual con niños y todo se maneja en una pizzería, etc. Wokismo hay tanto de derecha como de izquierda. Imagine por un momento vivir en un mundo en el que usted “sabe” estas cosas pero nadie está escuchando, y a menudo se demuestra que las tales teorías son abiertamente falsas ¿Por qué nadie me hace caso, si yo sé la verdad? ¿Qué le pasa a este mundo que se niega a actuar frente al cambio climático? Tirar sopa de tomate a un cuadro de Da Vinci, o entrar a una iglesia y asesinar personas negras son formas extremas que asume la ansiedad hoy.
¿Cómo se vive la cultura woke en Colombia?
Se vive muy fuerte en algunos países como Estados Unidos, Australia, Canadá. En Colombia opera como todo lo colombiano, sutilmente, por debajo. Nadie lo dice claramente, pero ya se cancela a las personas.
Está el caso de Kika Nieto, la influencer. En 2021 dijo que no era partidaria de las tendencias LGBTQ+, pero que las toleraba. No sólo fue cancelada; la situación llegó al punto de que fue amenazada de muerte y sufrió acoso por meses. Esto es típico del wokismo: la reacción en justicia de la turba enfurecida es por mucho peor que la ofensa cometida. No se compara una declaración con la que estoy en desacuerdo con la amenaza de muerte. Es simple sentido común. Pero el linchamiento colectivo lo vemos como una jugada justificada. Yo amo las ideas, pero por una idea no debería morir persona alguna. Independientemente de que se comparta o no la idea de Nieto, ¿quiénes somos para juzgar sobre las perspectivas que no compartimos? ¿Hay o no hay libertad de opinión? ¿Por qué me veo amenazado si yo tengo “tan claras” mis creencias? Es inseguridad: todo dogmatismo en el fondo lo es. Por eso digo que el wokismo es totalitario.
No quiero hablar como si el wokismo fuera sólo un problema nacional, porque no lo es. Y no me interesa la coyuntura nacional por encima de lo que pasa en el mundo. A los escritores y pensadores cuando se les da una columna en Colombia, o cualquier medio de expresión, inmediatamente salen a hablar de política, cuando deberíamos estar hablando de ideas, en filosofía, en literatura. Es lo que considero nuestro provincialismo: creer que lo que pasa en Colombia es interés del mundo cuando ni siquiera se sabe en dónde queda nuestro país. Lo que pasa con Uribe (demos por caso) es de lo que menos me interesa. ¿De verdad todo un país pendiente de un individuo?
En materia de wokismo hay cosas que suceden en el mundo muy interesantes. Mira lo que pasó con las presidentas de UPen y MIT de Harvard: Fueron incapaces de decir que hay una violación al código de la universidad cuando hay gente que grita “masacre contra los judíos”. Ellas dijeron: “mmm depende”.
Canadá hizo una ley en la que si hay un niño de 13 años que ha tomado la decisión de hacer una transición permanente a su género percibido, y el padre se lo prohíbe, se va a la cárcel. A mí me parece muy perjudicial dejar decidir a un niño de 13 años sobre una cirugía. Para mí no es proteger sus derechos. Pero en eso va el wokismo.
En su libro dice que el problema con la cultura woke es que, a diferencia de otros dogmas, como el catolicismo o el comunismo, no hay redención para los no creyentes. ¿Por qué no es posible esa redención en la cultura woke?
Para mí, cuando miras las ideologías totalitarias del pasado, lo que las define es que eres culpable por ser quien eres. Eres judío, eres un hereje, de malas. Tú naciste rico, de malas. Naciste negro, peor. Ahora lo que pasa, por ejemplo, con el feminismo radical es que si tú naciste hombre, pues de malas.
En el catolicismo antes podías volverte creyente, ser un converso. Pero en el feminismo radical los hombres parecen no tener redención. Las mujeres se hacen mujeres, dice Simone de Beauvoir; los hombres nacemos “libreteados”. En este caso no hay tanta flexibilidad. Los hombres no pueden ser feministas. Pueden estar en las reuniones, pero siéntense atrás y calladitos. Si eres hombre, no te puedes convertir. Y esto ha perjudicado enormemente al movimiento.
Pero hay varias olas del feminismo. Y si no fuera por la radicalización de algunas mujeres, no se habrían obtenido tantos derechos o al menos no tan rápido. Y ciertamente un hombre nunca va a entender del todo qué es la discriminación que viven las mujeres. Así como un blanco no va a entender del todo la discriminación racial.
Pero estas aperturas a la participación del hombre en el feminismo vienen de personas individuales. Rara vez de una creencia colectiva. La creencia colectiva del feminismo sigue muy cerrada. Virginie Despentes, por ejemplo, con la teoría King Kong, hace una caricatura de los hombres, dice que nos gusta comer y eructar, patinar las ruedas del auto y ya. Ningún ser humano que yo conozca puede ser reducido a sus estupideces. Ahora, en una sociedad abierta tiene que ser posible que las personas opinen sobre asuntos de interés de todos sin haber vivido directamente esas realidades: no he sido víctima de desplazamiento, ¿pero no puedo tener una perspectiva sobre el tema?
Hay feminismos mucho más inteligentes, como el de Martha Nussbaum, que dice que las mujeres no deben tener miedo a inscribir sus luchas en las corrientes principales de la cultura, así haya sido una creación de los hombres esas ideas. Mary Midgley, por ejemplo, dice algo que creo absolutamente correcto: la lucha principal del feminismo debería ser por instruirnos acerca de cómo el “individuo” no es solo un hombre, blanco, sino que puede ser mujer, de otras etnias.
¿Cómo se ve el wokismo en Colombia?
Para una mujer que vive en una situación precaria en el sur de Bogotá su preocupación es no tener con quién dejar a los niños y menos el piropo en la calle. Sin que por eso yo esté defendiendo el piropo. Pero pretender que eso es el problema de una mujer trabajadora de estrato dos o tres solo se le ocurre a una persona de estrato cinco o seis. Uno bien puede estar muy preocupado por los pronombres que otros usan con uno cuando tiene el almuerzo sobre la mesa. Pero se nos ha olvidado que los problemas básicos de desigualdad, de pobreza, de hambre, de acceso a la salud no están resueltos. Para mí son estos los prioritarios.
Ante las flaquezas evidentes de nuestro sistema de justicia, muchas víctimas de violencia sexual han encontrado en el Escrache una forma de denuncia y de justicia. ¿Qué piensa de este fenómeno?
Yo veo muy complicado todo lo que tiene que ver con justicia por mano propia, se abren riesgos. Hoy, cuando una pareja termina, hay una chica que publica en redes que menos mal terminaron, que lo tenía chiquito, que era patético y eso tiene consecuencias.
Se cree que todos los hombres solo quieren sexo, que nunca se hieren. Pero muchos chicos sufren en silencio. La sociedad, por un lado, les pide que muestren sus sentimientos y que lloren, pero cuando lo hacen, les dicen que no sean patéticos. Y hoy la cifra de suicidio de los hombres es más alta que la de las mujeres. De 28 personas que se suicidan en promedio en Bogotá, 26 son hombres. Es evidente que nos urge hablar de la emocionalidad masculina.
Hemos decidido que la emocionalidad masculina es obvia y sin problemas, y es un gran error. La sociedad ha dejado a los hombres sin pistas en muchos campos. “Puedes ser un hombre”, te dicen, pero solo de manera imitativa. Esa es la crisis de la masculinidad, y es algo de lo que hay que hablar. Cuando no hablamos de ello hacemos mucho más probable que un chico de 17 años tome un rifle de asalto y salga al supermercado a matar en masa para ser “todo un varón”.
Es verdad que los hombres se suicidan más, pero también la cifra de violencia física contra las mujeres es mucho más alta en comparación que la cifra de violencia física hacia los hombres. Pero me refería no a los casos en que se termina de una forma hostil, sino cuando una mujer publica en redes una foto de su cara golpeada o un video de cómo su pareja la golpea. Y entonces encuentra en esa exposición algo de justicia, que no encuentra en la justicia ordinaria, que además termina revictimizándola.
Eso lo entiendo perfectamente. Mi debate no está ahí. Si hay una mujer claramente abusada físicamente, ahí no hay debate. Es urgente para la sociedad detener el abuso y actuar cuanto antes. Pero no sólo sucede con las mujeres. Piensa en el caso de los chicos abusados por sacerdotes. ¿Por qué no nos mueve tanto? Un asesinato o un abuso de esa naturaleza es tan grave cuando es contra un niño como contra una niña, en mi opinión.
El debate del “scratch” es cuando no está claro qué pasó. El debate está en casos como el del comediante Aziz Ansari, que en una fiesta conoció a una chica. La invitó a su casa, tienen sexo consentido. Pero luego ella dice: “me siento mal de haber hecho esto”. La lógica ahí es: si yo me siento mal y mis sentimientos no me engañan es porque algo abusivo debió pasar y ese algo no lo causé yo. Lo debió causar él. Y a esta persona se le acabó su carrera en ese momento.
Cuando no vivimos en una democracia, sino en una “emocracia” y mis emociones son tan determinantes, ¿qué es lo que define ser una víctima? Esos son los casos que realmente son complicados.
¿Pero defendería los casos de escrache cuando es un hecho evidente la violencia física o sexual?
A mí, en general, la idea de justicia por mano propia no me gusta. Me parece que así la justicia se demore en llegar, hay que esperarla. Imagina que permitiéramos la ley del talión cuando al asesino de mi padre, por ejemplo, no lo castigó la justicia. Yo debo matar para resarcir la falta. Estaríamos en la película “La Purga”. Claro, la justicia a veces es inoperante, pero no sé si por ello entonces acudamos a estos mecanismos de venganza y de justicia por nuestras propias manos. No sé si eso realmente sea la solución a la inoperancia de la justicia.
Reconozco que esto funciona en otras cosas: ¿Qué puede hacer un individuo contra una gran corporación que lo engañó? Pues hacer lo que pueda en redes. Yo no digo que estas personas abusadas no tengan razón, que no sean realmente víctimas de un comportamiento demencial por parte de los hombres abusadores. Todo eso puede ser cierto. Pero yo le pongo un signo de interrogación al escrache como forma de justicia. No sé si está bien convertir las redes en nuestro instrumento de justicia personal, como en la Edad Media a los criminales se les ponía atados de manos con la cabeza en un yunque en la plaza pública para que los aldeanos arrojaran tomates. A veces los ciudadanos enfurecidos castigan peor de lo que castigaría un juicio.
Veamos un ejemplo cuando de ese castigo es peor.
Justin Sacco era una empleada de una compañía británica. Tenía 40 seguidores en Twitter. Antes de subirse en un avión a Suráfrica, puso un tuit estúpido. Dijo: “Voy a Sudáfrica. Ojalá no me dé sida. ja ja ja”.
Pues cuando se bajó del avión ya no tenía trabajo. Y las respuestas de la gente a su comentario fueron mucho más agresivas de lo que ella dijo. Le escribieron cosas como “ojalá te viole un negro con sida”, “ojalá te saquen el útero y lo piquen frente a tus ojos”. Por eso no sé si lo mejor sea botar los problemas a una turba y que la turba se encargue de la justicia. No sé si es la mejor justicia. Prefiero que, por ejemplo, el tipo que le lanzó ácido a Natalia Ponce se pudra en la cárcel, que dejárselo a las redes.
¿Cómo están transitando los hombres esta época de corrección política sus relaciones personales?
Es muy confuso para los hombres en general. La intimidad no es políticamente correcta. Si yo le digo a mi novia “Te quiero arrancar la ropa” puede ser una frase muy incitante en un contexto. Pero si ella graba eso y lo saca de contexto, puedo quedar como un criminal. Pero, de nuevo, la intimidad no es políticamente correcta. Para los hombres es muy difícil saber, por ejemplo, cuándo hay consentimiento y cuándo no porque no queremos vivir en un mundo en el cual yo le tenga que decir al otro: “sí, yo estoy de acuerdo en tener una relación consentida contigo, de sexo presencial, que incluya sexo oral, y yo me iría de tu casa a las seis de la mañana”.
Eso no es la realidad de las relaciones humanas. La realidad es que tratamos de leer signos, que tratamos de interpretar la voluntad del otro, que a veces es rico tanto para hombres como mujeres ser incitados. Pero en la cultura contemporánea eso se te puede volver un drama público. Ahora, hay gente muy torpe. Si tu esquema es que buscas estar con alguien diciéndole “yo te puedo convertir en una gran escritora, déjame ayudarte” pues es de una torpeza absoluta. Pero, ciertamente, dado que se han desdibujado las condiciones del consentimiento, hoy es muy difícil saber cuándo algo es consensuado y cuándo no.
Justo en la época de la cultura Woke, de la corrección política, tenemos a Trump, a Bukele, a Milei. Vemos en Colombia a personas como Andrés Escobar, que salió a dispararles a los manifestantes en Cali, y luego fue elegido concejal por el uribismo. ¿Es una respuesta al wokismo?
Son dos caras de la misma moneda. Estamos ante el surgimiento de extremismos populistas, de derecha y de izquierda. La derecha es igual de inviable e igual de autoritaria y de totalitarista que los wokistas. Paloma Valencia propuso hacer un muro en el Cauca que divida blancos de indígenas y negros. ¡Por Dios! Ni siquiera Trump ha propuesto algo tan abiertamente racista. ¿Y eso nos parece relativamente normal?
Cuando salió la Minga indígena a marchar en Cali, una médica muy prestigiosa de esa ciudad dijo que ella daba plata feliz para que el Esmad matara por lo menos a mil indígenas.
Hay personas a las que nos parece ridícula la cultura de la cancelación, tanto como hacer un muro en el Cauca para dividir a blancos o negros. ¿Qué es lo que pasa? Que ese centro ideológico es sólo ideológico. Los espacios neutrales al parecer no existen en la política.
En una época sin verdades y sin utopías, ambos lados están haciendo lo mismo. Lo único que hay es el grito de lado y lado.
Usted menciona en el libro la importancia de estar de acuerdo sobre lo básico, que uno no puede ponerse a discutir con una persona que no cree que los negros merezcan los mismos derechos que los blancos. ¿Cuáles cree que son los mínimos a los que nos falta llegar Colombia en el debate público?
En el mundo entero nos hacen falta acuerdos sobre lo básico. ¿Qué discutes tú con alguien que dice que los negros son “criaturas de a pie”, como se dijo en meses recientes a raíz de la elección de la vicepresidenta (Francia Máquez)? Si hay algunos que creen que otros no son personas, simplemente no tenemos ninguna posibilidad de discutir.
Hay gente que convierte a su enemigo en un ser no humano, -aunque a la gente hoy le duele más la muerte de un animal que de las personas-. Por ejemplo, estoy seguro de que si en Palestina (en medio del conflicto con Israel) estuvieran asesinando gatos, en vez de niños, el mundo ya hubiera hecho algo. Pero cómo son niños palestinos, entonces no importa.
¿Por qué tenemos esa tendencia absolutista en algunas manifestaciones del wokismo, pero también en la derecha y en los liderazgos que vemos hoy?
Es una pregunta muy compleja. No lo sé del todo, pero tengo algunas ideas. Cuando Ulises teme en la Odisea caer encantado por las sirenas, se tapa los oídos, no manda a callar las sirenas. En la cultura de la cancelación y el wokismo, pero también en la derecha, mandamos a callar a las sirenas. Creemos que el mundo tiene que cambiar porque yo no me siento bien. En las relaciones somos así, externalizadores. No me gusta cómo te ríes, entonces el otro se tiene que callar porque yo tengo derecho a no escuchar esa risa. Pero, claro, del otro lado está el derecho a reírme de esa manera.
Me aventuro a decir esto: los discursos son absolutistas porque no nos seducen con las ideas. En un mundo sin utopías ni verdades, las ideas no son el núcleo de nuestras retóricas. Nos gusta la explosión, el escándalo, la indignación que dura dos minutos. Goebbels, el jefe de la propaganda nazi de Hitler, decía que la política se debe llevar haciendo declaraciones escandalosas (por no hablar de los escándalos mismos), dadas a tal velocidad que el enemigo está en la anterior cuando nosotros ya vamos en la siguiente. Trump usó extensamente esto: un escándalo tras otro a tal velocidad que la prensa y la justicia no lograba aclarar, dilucidar. Es un “show” a velocidad “hyper”…el público de un lado y del otro estaba encantado. Todas las mañanas la gente madrugaba a ver qué había en las noticias. La realidad hoy es un “reality” en esteroides.
Los liderazgos: ¿cuándo ha sido democrática la noción de liderazgo? Concedo que es central a la cultura corporativa; se trata de una nueva manera de imponer el poder, de hacerlo aceptable, de que te tragues el discurso del jefe con creencia. Ya lo decía Orwell: llegaremos a un punto en que no bastará obedecer, habrá que amar la obediencia y el poder. Pero enseñar que todos somos “líderes” en un país como Colombia en que no sabemos hacer una fila es una simple desconexión con la realidad.