Dicen encarnar la “Política del Amor”. Hay, inclusive, un documental hagiográfico fabricado para la campaña de 2022 que hace alarde del concepto. En él, el caudillo es evocado como una mezcla de Jesucristo, Bolívar y el Ché, pero mejorado.
Quien logre aguantar el bodrio de hora y media de duración dirigido, escrito y producido por Jenniffer Steffens acabará empalagado de los clichés del movimiento. El iluminado, si le dan la oportunidad –nos dicen– pondrá “su conocimiento, su experiencia, su cuerpo y su corazón en función de transformar la política del odio y la confrontación, a la que llevamos siglos acostumbradxs (nótese la x en sustitución de la vocal, un coqueto toque woke), en una política en la que haya justicia social, equidad y paz verdaderas; en la que se pueda disentir sin que ello implique la aniquilación”.
Si lo anterior fuera solo un tema de melosidad, venga y vaya. Cuando lo que se pretende es expandir el virus de la vida por las estrellas del universo la cursilería se da por descontada. Sin embargo, ojalá pudiera uno desestimar esta retórica del “amor” como un exceso verbal propio de reinado de belleza, donde la candidata favorita siempre responde que su peor defecto es querer demasiado.
En este caso, sospecha uno, detrás de la floripondia hay un siniestro tufo orwelliano que asusta hasta el tuétano.
No en vano, en la novela 1984, el Ministerio del Amor era la más terrorífica de las instituciones del superestado de Oceanía. Allí era donde se lavaban los cerebros y se torturaba a los disidentes hasta destruir su voluntad. La idea no era solo romper su espíritu, sino que olvidaran su insatisfacción y llegaran a amar ciegamente al Gran Hermano.
En dos años de desgobierno del cambio ya sabemos la clase de amor que el caudillo le dispensa a quienes se desvían de la línea oficial. Es solo ver la bilis tuitera que a diario escupe por las redes sociales, la cual es retomada por su portentosa turba bodeguera, para confirmar que en materia de odio y resentimiento el primer mandatario no tiene límite alguno. Como tampoco lo tienen sus esbirros, ahora acusados de espionaje ilegal a magistrados y opositores. La violación de las comunicaciones por parte de las agencias de seguridad estatales –en manos de fichas incondicionales de régimen– es siempre el primer paso en el camino a la dictadura.
Esto es perfectamente consistente con el espíritu milenarista del petrismo, una ideología que se plantea a sí misma como el alfa y omega del universo. Nada de construir sobre lo construido: estamos en el año cero de la creación.
La refundación de la patria requiere la transformación del pasado, la cual empieza por la negación de cualquier avance o progreso previo. De ahí la fábula de los doscientos años de explotación por parte de una oligarquía mafiosa y corrupta que ha prosperado a costillas de una población subyugada.
El intento de reescritura de la historia genera otro escalofrío orwelliano. Winston Smith, el protagonista de 1984, trabajaba en el Ministerio de la Verdad y su oficio era la alteración de documentos históricos para que se ajustaran a cualquiera que fuera la línea oficial del partido en determinado momento. Pero no solo eso, la entidad también estaba encargada de administrar la neolengua, cuyo objetivo era extirpar del vocabulario cualquier palabra que pudiera contradecir los principios del régimen.
Uno de los aspectos más perturbadores del matoneo a los graduandos de colegio Los Nogales –por unos videos en redes sociales donde inocentemente alardeaban de sus prospectivas carreras profesionales– fue la imputación que hacía la gleba primerliniesca al supuesto origen corrupto de los recursos de los padres. Nada más falso, por supuesto, pero útil para la narrativa. La idea de que los más afluentes de la sociedad lo son porque les robaron a los más pobres es central al trasnochado pensamiento petrista, donde la economía de mercado no es virtuosa en la creación de valor, sino que es un mecanismo donde lo que ganan los unos, lo pierden los otros.
En consecuencia, la rebelión en contra de este sistema que se presenta injusto es plenamente aceptable. Uno casi alcanza a percibir el desconcierto de Petro cuando la opinión rechaza su insistente fetichización de los símbolos del M-19. Sin embargo, para los colombianos que tuvieron que padecer las andanzas de la banda terrorista (es una definición funcional, cuando se causa terror se es terrorista) no hay nada de glorioso en los estragos que causaron. Ni siquiera Helena Urán, crítica como nadie de los abusos estatales en la tragedia del Palacio de Justicia, fue eximida de la ira petrista cuando osó cuestionar la prudencia de ondear la bandera del movimiento como si fuera un símbolo patrio de los nuevos tiempos.
El esfuerzo de deslegitimación sistemática de personajes del pasado ha generado inclusive un interesante juego de salón entre algunos historiadores preocupados con el fenómeno: descifrar cuál será la siguiente ocurrencia del caudillo y hasta dónde será capaz de llegar en la manipulación. José María Melo como el buen rebelde, no como el dictador de pacotilla que fue; los muertos liberales de la Guerra de los Mil Días que deben ser repatriados de Panamá, aunque fueran panameños; Gaitán, el luchador popular, no el proto-peronista y, por supuesto Rojas, el dictador de verdad, cuya inmolación es la vida eterna de los jóvenes revolucionarios que se lanzan a la guerra en 1973.
Hay que decir que por lo menos una tercera parte de la población colombiana parece haberse tragado la realidad alternativa que el petrismo ha construido con tanta insistencia. Estas personas creen sinceramente que nada bueno ha ocurrido en los últimos doscientos años y que lo que nos traerá el caudillo será la utopía del amor y la prosperidad cuando se rompan las cadenas de la opresión.
Si se quiere una imagen del futuro, decía Orwell, imagine una bota pisando un rostro humano incesantemente. Ojalá que esto no sea lo que tengamos por delante.