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Dicen que las cadenas se rompen por su eslabón más débil. Ese símil es útil para entender el drama del hambre y la forma en la que muchas veces las soluciones se concentran en los centros urbanos y no alcanzan las periferias y sus miembros más indefensos. La parte más sombría de la inseguridad alimentaria y de la que menos se habla, además de la llamada “hambre escondida”, es la desnutrición infantil crónica. Un drama humanitario y socioeconómico que en la Colombia del “Cambio”, al igual que el hambre de 14,7 millones de personas, sigue sin encontrar solución.
Según la última Encuesta Nacional de Situación Nutricional, 560.000 niñas y niños menores de 5 años sufren de desnutrición crónica en Colombia. Según el Instituto Nacional de Salud (INS), la desnutrición infantil aumentó un 14% en 2023 con respecto al 2022. En 2023, de cada 10 niños menores de 5 años 1 sufrió de desnutrición crónica en Colombia.
Como puede verse en la tabla 1, Colombia tiene en la actualidad los mismos niveles de desnutrición crónica infantil que en el 2013. El país ha perdido una década en la lucha contra este flagelo. De hecho, en lo corrido del actual gobierno, esta cifra ha aumentado del 10% al 12,7%. Detrás de este aumento hay rostros y miles de familias cuya principal preocupación diaria es encontrar un mínimo de alimento para sus miembros más pequeños, muchos de los cuales al final mueren por razones asociadas a esta carencia básica.
En los estándares del Programa Mundial de Alimentos, pese a una volátil disminución en las cifras del hambre durante los últimos meses, Colombia sigue estando entre los países donde la incidencia de este mal está entre “moderadamente alta” en 14 de los 32 departamentos, y “alta” en el resto del territorio nacional. Actualmente, las regiones con mayor prevalencia de consumo insuficiente de alimentos, en orden de gravedad, son: Nariño, Valle Del Cauca, Atlántico, Cauca, Chocó, Amazonas, Meta, Casanare, Arauca, Caquetá, Putumayo y Guainía.
La parte más débil del eslabón más débil
Al profundizar un poco en el análisis de las cifras, se ve que la conocida desigualdad de la sociedad colombiana también se refleja en este índice, pues entre la niñez de las minorías étnicas históricamente olvidadas, en los últimos diez años, la incidencia del hambre ha sido más alta que entre el resto de la infancia colombiana hasta antes de la pandemia.
Después de esta y en especial en el último año, aunque para estos grupos minoritarios se mantuvo estable en el 10%, para el resto de la niñez menor de 5 años aumentó 2,7% ¿Quizá convendría, en términos de política pública, universalizar el acceso a los derechos básicos de la niñez y no focalizarlos como nos lo han recomendado los señores de los organismos multilaterales de crédito desde los años 90? En este sentido tampoco hay cambio.
Al llegar a un nivel más profundo de análisis, vale mencionar que dentro de universo de los niños indígenas, entre aquellos pertenecientes a la etnia Wayuu se ve una clara correlación entre desnutrición infantil y muerte. Desde la llegada al poder de Gustavo Petro ha sido mínima la disminución de casos de desnutrición crónica y muerte (de 0,2 y 0,3 respectivamente) entre los infantes del mayor grupo indígena que existe en Colombia –esto no implica que dejen de ser vidas salvadas más allá de las cifras.
Según la Defensoría del Pueblo, desde el cambio de gobierno a la fecha han muerto más de 140 niños por causas asociadas a la desnutrición en La Guajira. En los últimos 10 años, se estima entre 5.482 (INS) y 8.777 (Defensoría del Pueblo) la cantidad de niños menores de 5 años que han muerto a causa de física hambre en esta región colombiana.
Esto significa, en el peor de los escenarios, alrededor de 877 tragedias familiares anuales por causas evitables solo en esta zona del país. Estas números deben avergonzarnos como sociedad, y deben ser un llamado urgente a las autoridades para actuar.
Medidas gubernamentales como el cambio desorganizado de operadores privados por nuevos operadores que ahora debe ser organizaciones sin ánimo de lucro y juntas de acción comunal en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y los programas de alimentación a su cargo, que en principio suenan razonable, han acabado por dejar más de 30 mil niños en todos el país sin acceso adecuado a alimentos el pasado mes de febrero. La situación no parece mejorar.
Existen en Latinoamérica casos como el de Chile, que tiene la tasa más baja de mortalidad por desnutrición en menores de 5 años en Latinoamérica, con un estimado de 0,4 muertes por cada 1.000 nacidos vivos en 2020. Uruguay, Cuba y Costa Rica también tienen tasas muy bajas, con menos de 1 muerte por cada 1.000 nacidos vivos. ¿Cuándo tiene Colombia planeado erradicar para siempre las muertes de niños por causa de la falta de alimentos que pueden producirse en nuestro país?
Como lo describí en mi artículo anterior, Petro sigue sin cumplir la promesa de campaña de firmar los decretos necesarios para “acabar el hambre” como primera medida de su gobierno, lo que haría una vez pisara la Casa de Nariño. Aunque nadie espera que un problema social crónico como este sea resuelto en dos años, si se esperaría que en un mandato como el actual, elegido con banderas como atacar el hambre, hubiera resultados distintos. Las cifras muestran lo contrario.
La inseguridad alimentaria en Colombia y en el mundo está asociada directamente a la pobreza monetaria y a la ausencia de soberanía alimentaria. Mientras Colombia no renegocie los TLC que no le convienen al país en materia agrícola y de producción de alimentos, otra promesa de campaña incumplida, esta situación no cambiará.